
El siguiente es la transcripción de un capítulo del libro “La santa locura de los argentinos” (Editorial emecé 2005) que el Embajador Abel POSE dedica al General José Francisco de SAN MARTÍN.
Transcripción: Oscar FILIPPI
El señor anciano, el señor argentino, vivía en el piso alto de la casa que le alquilaba el Doctor Gerard, en Boulogne Sur-Mer.
Promediaba un Agosto fuerte, de calores húmedos. Sólo refrescaba en la alta noche cuando la brisa del mar traía los olores salinos el puerto. La brisa entraba como una amiga y él la respiraba profundamente. Ya no dormía. Permanecía sentado contra las almohadas en la penumbra. Pensando. Recordando. Estaba a solas con su larga muerte. A veces se preguntaba desde cuándo empezó a morir. ¿Desde el fin de aquella tarde en Guayaquil? ¿Desde 1829, cuando decidió no desembarcar e irse para siempre de esa patria que empezaba a preferir la anarquía a la grandeza? Ningún hombre sabe con certeza desde qué momento pertenece más bien a la muerte ni cuándo está ya muerto, aunque siga por la vida.
Hacía mucho que no recibía visitas. Esa ingratitud lo eximía de tener que fingir preocupación por las cosas reales. La fiesta, las angustias, las glorias, le parecían que no las había protagonizado él sino otro. Eran como de la vida de otro.

Tenía 72 años y estaba casi ciego y ya doblegado por los terribles dolores intestinales. Sabía que los achaques no venían de las cabalgatas terribles a cuatro mil metros de altura ni de las vigilias antes del ataque (cuando el jefe necesita eso que Napoleón llamaba “el coraje de las dos de la mañana”). La enfermedad venía del universo de chismes y calumnias, de la inesperada pequeñez de hombres de los que no se había dudado.
Se quedaba sentado todo el día, esperando los embates del dolor. Cuando ya no los aguantaba llenaba el vaso con agua y volcaba láudano ya sin contar las gotas. Juntaba fuerzas hasta el momento en que llegaría Mercedes, la hija, y entonces se pararía y fingiría tener energías como para ordenar los libros del estante o pedir agua para las flores. Pero sospechaba que ya no la convencía, por eso ella hizo venir, con el permiso de Rosas, a su marido, Mariano Balcarce, dese Londres.
Lo invadían imágenes perdidas: el resplandor verde y caliente de las selvas de Yapeyú con el portal de piedra de la iglesia jesuítica devorado por las lianas de la irreductible, América. Ese aldeón de tejas, Buenos Aires, y ve al niño que fue, escapándose en el solazo de la siesta de verano, las gallinas tonteando entre los arcos del Cabildo. Ve un teniente coronel, un piano en casa de los Escalada. Las risas de Remedios, Mercedes, Mariquita, quebrándose como cristales en el silencio del atardecer.
Ellas, las mujeres, son las que más retornan. Siguen pareciéndole un misterio. Son las dadoras de gracia y de vida. Extraños seres: su madre, la melancólica Remedios, Rosa Campusano – de las noches triunfales de Lima – María Gramajo y hasta aquellas gitanas de sus primeras experiencias en sus tiempos de cadete en Murcia.
Hasta hace poco podía ir erguido, con su bastón y su chalina, por la calle de la iglesia hasta la plaza del municipio. Todavía podía comprarse algún cigarro bueno si había llegado dese Perú el demorado giro de su devaluada pensión. El librero, el almacenero, el notario, los saludaban con respeto. El intendente alguna vez les había hecho saber que era un gran general, que había vencido a regimientos de España que no había podido derrotar el mismo Napoleón. Le decían le générel .
Antes, cuando todavía podía hacerlo, él mismo iba a encargar carne de vaca que hacía cortar de una forma extraña. Una vez, el señor Brunet, dueño de la Boucherie Chevaline, contó que el general había señalado con el bastón la cabeza de caballo dorada, insignia del negocio, y le había dicho: “No se deben comer los caballos, señor Brunet.”
Sería porque en algunas noches sus entresueños se llenan de caballos. A veces son las mulas firmes y astutas, en el terrible frío y en los roquedales andinos, otras son los caballos cargando por el llano, con los ojos enrojecidos, la crin al viento, echando espuma. Le parece oler el noble sudor cuando su asistente retiraba la silla y el mandril y los acariciaba.
A veces tiene la suerte de ser visitado por lo que es para él la más noble de las músicas: el retumbar creciente de los cascos cuando su regimiento azul iba tomando carrera y ya se ordenaba desenvainar sables y bajar lanzas. Si fuera poeta, si no fuera tan reservado, trataría de escribir para retener eso que se siente. Trataría de decir que es algo grande, una exaltación suprema de la vida, como la culminación del amor. Centauros. Los caballos criollos y los granaderos con sus chaquetas que él quiso fueran las más elegantes, pese a la poca plata que pudo mandarle el abnegado Pueyrredon.
Son amigos inolvidables. Los caballos de combate, los de las infinitas marchas por los despeñaderos, los del triunfo (cuando entró en Lima y encontró la sonrisa de Rosa) o los callados compañeros que lo trajeron desde Guayaquil enfermo hasta su casa en Mendoza. “Fue más o menos cuando murió Remedios. Y seguramente cuando yo empecé a morir.”
¿Cómo puede haber gente que coma caballos?
Bolívar:
Si la muerte le duele es por la tristeza en la mirada de Mercedes. Sabe que no es posible, que llamarán al doctor Jackson. Si fuera por él mantendría escondida su muerte. Es cosa de mero pudor: dicen que el cóndor y el tigre se esconden para morir.
Por si viene Mercedes, se esfuerza en sentarse ante el escritorio. Cree adivinar el rectángulo con el retrato de Bolívar, del que nunca se separó en sus viajes. Hace no mucho, cuando todavía podía hacerlo, escribió a un amigo: “Es el genio militar más asombroso que tuvo América.”
“Yo estoy de este lado, pero él, ya no.” Hace veinte años que está muerto. Desde 1830, en que expiró miserablemente corroído por la tuberculosis contraída en las heladas alturas de los Andes. Sin embargo, lo siente siempre vivo. Lo ve llegar con su fasto, su huracán de vida, sus impecables oficiales, rodeado de las mujeres más espléndidas. “César tuvo que haber sido así.” Lo escucha citando poetas ingleses o filósofos clásicos. Lo ve junto a Manuela Sanz, la maravillosa amazona, vestida con su casaca de húsar con alamares dorados y su cabellera negra cubriendo las charreteras del rango de oficial que ella misma se había dado.
Le contaron que Bolívar murió escupiendo sangre en Santa Marta, traicionado y calumniado por los que habían crecido bajo sus alas. Y le dijeron que la espléndida Manuela fue desterrada y vive, casi como mendiga, en Paita, vendiendo pasteles y tabaco a los marineros que salen de los burdeles del puerto. ¡De mendiga y en Chile!
Seguramente fue Alberdi, cuando vino a visitarlo, quién le contó que Bolívar dijo que había “arado en el mar”. ¿Si? ¿Hemos arado en el mar? ¿Nunca serán naciones civilizadas? Después de la muerte de Bolívar se desbandaron como chicos malcriados… ¿Será la Argentina para siempre una frustración, el eterno retorno del caos y de la incapacidad? Alberdi le dijo que se halaba “del misterio del encuentro de Guayaquil”. Se sonrió en la penumbra. Bolívar creía en la fiesta de la guerra y pensaba que los dioses de las batallas eran dioses fundadores. Después de vencer en la Argentina, en Chile y dominar Perú, él no creía ni en la guerra ni en la independencia para analfabetos y caudillos, cortando a esos tristes pueblos de la conexión con Europa y el mundo. Recuerda al virrey de La Serna en Punchauca y Miraflores. No pudieron crear una independencia con unidad… Bolívar siguió creyendo en la nada militar. Sintió que no podían seguir juntos, eso es el “secreto” de la simple despedida en Guayaquil.
El fin:
Escucha voces desde abajo. Parece que el doctor Gerard dice que es el 17 de Agosto (él ya no le encuentra significado a los números del calendario).
Sabe que han llamado al doctor Jackson y hace un esfuerzo para llenar la caja de rapé, que le agrada al médico. Entonces siente el zarpazo que sabe final. El tigre que lo acecha desde las fiebres de Huaura esta vez lo venció. Se derrumba en el lecho.
Trató de calmar a Mercedes murmurando que “es la tempestad que lleva al puerto”. Se adormece. A veces surgen ráfagas de su filosofía íntima o atisbos del consuelo religioso. Pero nada agregan a su largo silencio ante la muerte. Nada puede rozar su misterio. Tiene la majestad de ese Aconcagua que está viendo ahora nítidamente recortado sobre el azul helado.
A las tres de la tarde siente la paz de entrar en ese calmo lugar donde intuye que no encontrará ni a su madre, ni a Remedios, ni a Sucre, ni al gran Bolívar.
¿Hemos arado en el mar? No, general Bolívar. Tal vez sea poco lo que hemos hecho, algunas cabalgatas heroicas… tal vez pudimos hacer más. Pero ellos harán el resto y mucho más, estoy seguro. Le digo que América será. La Argentina será, pero después de décadas de idiotez y odio…”
Abel POSE: Nació en Córdoba. Creció y estudió en Buenos Aires. Diplomático de carrera., vivió en Moscú, Venecia, París, Israel, Praga, Lima, Copenhague y Madrid. Es autor de doce novelas y tres libros de ensayos. “Los perros del paraíso”, obtuvo en 1987 el premio internacional Rómulo Gallegos, máximo galardón literario de América Latina. “El largo atardecer del caminante” fue distinguido en 1992 con el premio de la Comisión Española del V Centenario. “El viejo de Agartha”, obtuvo el premio Diana, en México y “El inquietante día de la vida”, el premio trienal de la Academia Argentina de Letras. Su obra ha sido traducida a diecisiete idiomas. Es considerado por la crítica especializada como uno de los mayores y más originales renovadores del relato histórico. Conocido por sus críticas periodísticas, fue jurado del Premio Cervantes, del Rómulo Gallegos y del Reina Sofía. Su último libro es En letra grande (Emecé, 2005)
La Casa de San Martín en Boulogne-sur-Mer
En 2015, pude visitar Boulogne-sur-Mer es una localidad del norte de Francia, en el Departamento del Paso de Calais, del cual es una subprefectura. Se encuentra junto al Canal de la Mancha. Habiendo llegado hasta aquí, no podíamos pasar sin entrar. El más grande de los argentinos vivió hasta su último día en esta localidad de Francia, a la que había llegado casi por casualidad en 1848. La ciudadela o antigua ciudad, está construida en el lugar que ocuparon los campos romanos creados por Julio César. Las murallas y el castillo-museo constituyen uno de los últimos emblemas de la arquitectura medieval de la ciudad fortificada que quedan todavía intactas en Francia. Los cimientos de la muralla se remontan a la época romana. El museo alberga la quinta colección mundial de antigüedades egipcias, tras el Museo del Cairo, el Museo Británico, el Louvre y el Museo de Antigüedades Egipcias de Turín (Italia). En la parte «vieja» se encuentra la atalaya (siglo XI) que domina toda la ciudad, el palacio de Napoleón, mansiones medievales, y una cripta romana. La cúpula de la catedral, construida por el canónigo Haffreinge a principios del siglo XIX es idéntica a la de la catedral de Guanajuato (México). La iglesia gótica de Saint-Nicolas conserva magníficas estatuas del siglo XV; alrededor de la iglesia están los amplios subterráneos que datan del siglo XII (son de propiedad privada y no se pueden visitar). Nausicaä Centre Nacional de la Mer: Centro de cultura científica y técnica dedicado a la relación del hombre con el mar. Acuarios y exposiciones de la fauna marítima, explotación y gestión de los recursos marinos (pesca, acuacultura, cuidado del mar, transporte marítimo, explotación de los recursos minerales y energéticos, turismo…) Su objetivo consiste en hacer que se conozca y ame el mar y sensibilizar acerca de una buena gestión de los recursos marinos. la Maison de la Beurrière, frente al Nausicaä, reconstruye la vivienda típica de las casas de los pescadores de Boulogne. el Calvario de los Marinos, capilla dedicada a los navegantes de los barcos perdidos en la mar. La gran procesión que se lleva a cabo el último domingo de agosto transcurre desde el Calvario hasta la Catedral. En el 113 de la Grande Rue se encuentra la Casa y Museo del General JOSE DE SAN MARTIN, Libertador de Argentina, Chile y Perú. Actualmente se la puede visitar de lunes a sábado de 10 a 16 hs. Es su encargado un Suboficial del Ejército Argentino, quien recibe a los visitantes con su Uniforme de Granadero y suele ilustrar la guía por el edificio adonde falleciera el Padre de la Patria con interesantes anécdotas. En español.
San Martín tenía renombre mundial cuando se exilió en Europa. Era visitado por los políticos sudamericanos, se codeaba con personalidades de la alta sociedad europea y hasta el rey Luis Felipe quiso conocerlo.
Si bien existen decenas de monumentos al general San Martín esparcidos por todo el mundo, ninguno de ellos dio origen a una leyenda como el que se inauguró en Boulogne Sur Mer, en Francia, en la avenida que besa al mar, el 24 de octubre de 1909. Argumentos no faltan, ya que la estatua ecuestre consiguió sobrevivir, casi sin mella, a los bombardeos descargados durante las dos guerras mundiales. Una vez más, el San Martín humano se entremezcla con el mito y la leyenda.
Sobre todo, durante la segunda guerra mundial, Boulogne Sur Mer -próxima al canal de La Mancha y al puerto de Calais- se convirtió en un blanco estratégico que fue ocupado por las tropas alemanas. Durante su desalojo la localidad sufrió 487 bombardeos aéreos y reiterados ataques navales, que destruyeron barrios enteros como Capécure, Ave María y Saint-Pierre. Este último, lindante con la estatua del padre de nuestra Patria, fue el más dañado.
Nunca consiguió explicarse, sobre parámetros racionales, cómo el monumento al general San Martín se mantuvo ileso, ya que se habían dispuesto para su protección apenas unas pocas bolsas de arena.
Esto dio lugar a la leyenda de que la “mano de Dios” o de “una voluntad superior” dispuso la protección de la obra que celebra la gloria de nuestro héroe máximo. Y no faltó quién viera en esto una confirmación del mito popular de que “Dios es argentino”.
Una explicación más racional, llega desde la historia misma, quizás fuera el gran mensaje del Propio General, José de San Martín, “los Ejércitos están hechos para la libertad, no para la opresión.”
Oscar Filippi
Emociona, lo escrito dala sensación de que somos observadores de todo lo que sucede
La patria todavía sigue sin aprender de sus r ilustrados y experimentados referentes .
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Es así Horacio, la pluma de Don Abel Pose se destaca. Nos hace pasear con el Gral. San Martín por las calles de Boulogne-Sur-Mer. Llegamos cerca de las tres de la tarde a visitar la residencia del General, cuando se hicieron las 16:00hs, el propio Mayor del Ejército Argentino, me acompañó a ver donde quedaba el local de la carnicería y la Catedral donde asistía a Misa cada domingo.
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