
Pearl Harbor, como manifestación de un conflicto internacional, tuvo claros antecedentes internos y externos que afectaban la política y la expansión económica norteamericana. Los antecedentes y consecuencias del ataque japonés a Pearl Harbor permiten ubicarlo y entenderlo dentro del proceso histórico norteamericano y mundial. Pero es igualmente interesante, en términos del conocimiento histórico, analizarlo desde una perspectiva revisionista, en búsqueda del significado y de lo que representa la totalidad del episodio, en relación con los valores y el espíritu que supuestamente identifican la sociedad norteamericana.
En lo que se refiere concretamente a la guerra del Pacífico, entre Estados Unidos y Japón, iniciada tras el ataque japonés a Pearl Harbor, hay dos explicaciones básicas: desde el punto de vista del Japón, la guerra ofrecía perspectivas favorables para la expansión política y económica en el continente asiático; en tanto que, desde la conclusión de la Primera Guerra Mundial, los Estados Unidos venían ejerciendo su poder para limitar la expansión naval del Japón en el Lejano Oriente.
El Japón inició su carrera como rival de las potencias europeas a partir de la restauración de la dinastía Meiji en 1868; allí comenzó la transición hacia el “Japón moderno”, basada en la industrialización rigurosamente planeada, priorizando la estratégica. Simultáneamente se creó y se profesionalizó el ejército. La Primera Guerra Mundial le permitió avanzar enormemente en su desarrollo, pero la posguerra lo enfrentó al reacondicionamiento a la competencia europea y a las barreras norteamericanas que obedecían a la política de «alto al Japón». La crisis de 1929, al restringir y dificultar los mercados, ahondó el problema de este país con una base geográfica tan pequeña. La solución se presentó en el avance de un movimiento militarista con el objetivo de buscar la expansión militar en Asia. En 1937, el militarismo se impuso: eliminó la participación de los partidos políticos en el gabinete y desapareció el control parlamentario. Para la expansión existía, no obstante, un problema fundamental: la dependencia de abastecimiento externo de petróleo.

Para los Estados Unidos, el avance del Japón afectaba el balance de poder económico y político en el Lejano Oriente, dificultando, entre otras cosas, el usufructo de la política de «puerta abierta» al comercio en la China. Durante más de un año, con anterioridad a Pearl Harbor, el gobierno norteamericano ejerció medidas de presión económica para «desanimar» al Japón: embargo de envíos de metal para la industria nipona como consecuencia del pacto que Japón había firmado con Alemania e Italia; interrupción del comercio, incluyendo el petróleo, a raíz de la invasión japonesa a Indochina… En noviembre de 1941, la «intelligentsia» norteamericana sabía que Japón no se rendía y que pensaba atacar. En ese momento, ya el 25% de la industria norteamericana estaba destinada a la producción de guerra.
Para las condiciones internas de Estados Unidos, la guerra también presentaba una buena oportunidad. El presidente Franklin Delano Roosevelt era un internacionalista convencido de la importancia de aumentar la participación del país en el sistema económico mundial y la interdependencia política. Por otra parte, el «New Deal» no había logrado realmente la recuperación de la economía tras la crisis del año 29. A pesar de que la opinión pública se manifestaba contra la guerra, en octubre de 1940 se hizo el primer reclutamiento en tiempos de paz. En marzo de 1941 el presidente logró la autorización para prestar o arrendar armas a cualquier país cuya defensa fuera indispensable para los Estados Unidos. En septiembre, los submarinos nazis y los barcos americanos se enfrentaban en una guerra no declarada.
Advertencia Diplomática:
Ricardo Rivera Schreiber, el peruano que advirtió a Estados Unidos del ataque a Pearl Harbor. Este hombre fue embajador del Perú en Tokio de 1939 a 1942. En esos años, la embajada peruana recibía un visitante habitual: Yasukisu Suganuma, un traductor japonés.

Este intérprete era, además, primo de un trabajador del Ministerio de Marina de Japón, «que le informaba constantemente sobre los preparativos de la escuadra japonesa para enfrentar a Estados Unidos», según el libro “Pearl Harbor. La historia secreta”, de Juan del Campo Rodríguez, actual ministro del servicio diplomático del Perú.
El traductor Suganuma nunca había hablado con Rivera Schreiber, pero sí con Felipe Akakawa, «valet» del embajador o jefe del personal de servicio de la delegación peruana.
«Mi valet me contó muchas veces vaticinios (de Suganuma) sobre diversos sucesos de política internacional que siempre se cumplían», recordó Rivera en aquella entrevista del “Archivo Histórico de El Comercio”.

Un día de enero de 1941, el intérprete Suganuma llegó como siempre a la embajada peruana en Tokio, pero esta vez, sus predicciones alarmaron a Akakawa.
«Japón poderoso, Japón va a la guerra y destruirá a la escuadra americana», le dijo más tarde el valet a Rivera Schreiber.
«En el centro del Pacífico»:
El embajador no prestó mucha atención a la primera advertencia. Pero el valet Akakawa volvió «muy nervioso con la misma información 10 días después». Rivera le preguntó si el ataque sería en San Diego, California, donde Estados Unidos tenía una base naval.
El valet le contestó que no, que sería en el centro del Pacífico. Para el embajador, «el centro del Pacífico era Pearl Harbor«.
Este nuevo detalle lo preocupó más. Sin embargo, Rivera seguía dudando de que sea verdad. Hasta que recibió la misma información de una segunda fuente.
Furukido Yoshuda, profesor de la Universidad de Tokio e intérprete del Ministerio de Guerra, era amigo de Rivera. En una visita a la embajada, llegó «presa de gran excitación».
Veía a su país «al borde de una gran desgracia, que le traería la ruina para siempre».
Le dijo al peruano que «el almirante Isoroku Yamamoto había trazado el plan para atacar la escuadra americana en Pearl Harbor y que había un simulacro en una de las islas al sur de Japón«.
Las versiones del traductor y del profesor de Tokio coincidían. Entonces Rivera decidió informar a Joseph Grew, embajador estadounidense en Japón.
Advertencia a Estados Unidos:
Rivera Schreiber recuerda que Grew envió un cable a Franklin D. Roosevelt, entonces presidente de su país: «Hasta aquí llegó mi intervención. Naturalmente no podía ir más allá. (…)».
Pero según el libro “Pearl Harbor. La historia secreta”, el embajador Grew envió un cable a Cordell Hull, entonces Secretario de Estado norteamericano, que decía lo siguiente:
«Un funcionario de la embajada fue informado por mi colega peruano que, de diversas fuentes, incluida una japonesa, había escuchado que fuerzas militares japonesas planeaban un ataque masivo de sorpresa contra Pearl Harbor en caso de ‘dificultades’ entre el Japón y los Estados Unidos; que el ataque envolvería el uso de todas las facilidades militares japonesas. Mi colega dijo que se veía en la obligación de transmitir esta información porque le había llegado de diversas fuentes, no obstante, el plan parecía fantástico».
Hoy el telegrama puede leerse entre los documentos diplomáticos de las Relaciones Exteriores de los Estados Unidos, digitalizados por la Universidad de Wisconsin.
Hace más de 80 años, el cable pasó por los departamentos de Guerra y de Marina de Estados Unidos y llegó hasta la propia Conducción de la Flota del Pacífico, narra el libro “Pearl Harbor. La historia secreta”. Pero no le hicieron caso.

¿Por qué pasó desapercibido?:
Según Rivera, consideraron que se trataba solo de un rumor. Además, como se lee, Grew no dice que el peruano hubiera hablado con él directamente, sino con un «funcionario».
John Davidann, especialista en relaciones Estados Unidos – Japón, se detiene en la palabra «fantástico», que podía interpretarse como «altamente improbable».
Este profesor de la Hawaii Pacific University explica que en esa época los militares estadounidenses recibían miles de telegramas, toneladas de información:
«Es probable que el cable haya caído en esa pila de mensajes y nadie nunca más lo haya leído».
Es cierto que corrían rumores de guerra con Japón, pero un sector en Estados Unidos creía que las relaciones con ese país se recuperarían. En general, dice Davidann, «había cierta miopía».



Sorpresa fatal:
Hasta que una mañana de domingo, el ataque se cumplió. El 7 de diciembre de 1941, casi once meses después de la advertencia, los japoneses destruyeron 188 aviones, hundieron 5 barcos de guerra y mataron a más de 2.400 norteamericanos en Pearl Harbor.
Así marcaron el ingreso de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial. Como habían vaticinado el valet y el profesor Yoshuda, la ofensiva ocurrió, pero esta sorprendió a Rivera Schreiber igual que al resto del mundo.
El libro “Ciudadano Fujimori”, del periodista peruano Luis Jochamowitz, cita una carta que envió Rivera Schreiber a un amigo:
«Advertí con anticipación del estallido de la guerra y de cuánto ha sucedido con una previsión tal que yo mismo me quedo asombrado».
Al día siguiente, 8 de Diciembre de 1941, el Senado votó por unanimidad la declaración de guerra al Japón.
En términos económicos, las consecuencias fueron óptimas: la movilización de defensa terminó por fin con la Gran Depresión y la producción se duplicó durante la guerra. Para 1943, dos terceras partes de la economía nacional estaban directamente comprometidas con el esfuerzo de guerra. El presupuesto federal aumentó de 9.4 billones en 1939 a 95.2 billones en 1945. Roosevelt se apoyó en los dirigentes de la industria para manejar la economía de guerra, impulsando enormemente el sector. Las 56 corporaciones más grandes recibieron las tres cuartas partes de los contratos de guerra; se suspendieron las demandas «antitrust», con lo cual aumentó la concentración y se fortaleció la relación de dependencia gobierno-capital.
En el aspecto laboral, desapareció el desempleo y se abrieron oportunidades de trabajo para sectores marginados como las mujeres y los negros. Pero esos logros no resistieron la reincorporación de los obreros tradicionales, una vez cumplida la misión en la guerra. El patriotismo exaltado aumentó la hostilidad contra el obrerismo organizado y no contribuyó a debilitar la discriminación racial. No obstante, las condiciones de los trabajadores mejoraron y el sindicalismo aumentó. Las relaciones obrero-patronales fueron mediatizadas por el gobierno, principalmente en lo referente a sueldos. En términos generales, se retrocedió significativamente frente al «espíritu reformista” de los años treinta.



Pero sí hay algunas discrepancias entre los analistas, respecto a los antecedentes y a las consecuencias de la guerra, discrepancias que son más radicales cuando se trata de explicar lo que realmente motivó a la dirigencia del país hacia la participación en la guerra. ¿En los principios de defensa de la libertad, la igualdad o la democracia, podría justificarse su participación? ¿Era consecuente ideológicamente con los valores norteamericanos y con las condiciones que vivían algunos sectores de la sociedad? ¿Serían los elementos del nazismo, intervencionismo y racismo, fundamentalmente distintos del expansionismo e intervencionismo adelantados con éxito por Estados Unidos desde hacía más de cincuenta años, o del rechazo y segregación que vivían los negros y otras etnias en el país? Mientras los análisis tradicionales no parecen presentar dudas en cuanto a la necesidad de movilizar al pueblo en defensa de valores superiores y contra la dictadura del fascismo y los horrores nazis, la historiografía crítica plantea, con convencimiento, argumentos que invitan a reflexionar a los lectores desprevenidos ideológicamente.

Análisis de las consecuencias:
El historiador Howard Zinn, entre otros, se pregunta si es posible afirmar que quienes enfrentaban el nazismo representaban, en términos estrictos, algo fundamental distinto. La defensa del principio de no intervención era insostenible para los Estados Unidos. En un documento del secretario de Estado, Dean Rusk, presentado al Senado en 1962, para justificar las acciones en Cuba, enumera 103 anteriores intervenciones en problemas internos de otros países.
La ideología expansionista constituyó un movimiento político y cultural muy fuerte desde fines del siglo pasado en los círculos políticos, militares, empresariales, e inclusive dentro de los líderes campesinos que comenzaban a verse afectados por la saturación del mercado. La idea de que la necesidad económica implica una tendencia natural a la expansión, era ampliamente defendida. En ese «clima» el país se extendió por el Pacífico y el Caribe: definió esferas de influencia, impuso bases militares, derrocó gobiernos constitucionales. Cabot Lodge, amigo de Teodoro Roosevelt y miembro de una familia muy influyente, afirmaba en la prensa a fines de siglo: «En interés de nuestro comercio construiremos el canal de Panamá y para la protección del canal y beneficio de nuestra supremacía comercial en el Pacífico deberíamos controlar Hawai y mantener nuestra influencia en Samoa y cuando esté construido el canal, la isla de Cuba se convertirá en una necesidad. Las grandes naciones están absorbiendo rápidamente para su expansión futura y su defensa actual, todos los lugares desperdiciados del mundo. Es un movimiento en favor de la civilización y del progreso de la raza. Como una de las grandes naciones del mundo, los Estados Unidos no pueden quedarse atrás».
El racismo, por otro lado, no ha dejado de tener impresionantes manifestaciones a todo lo largo de la historia norteamericana. No quiere decir esto que todo el pueblo esté comprometido con lo que para muchos son los peores vicios de la sociedad norteamericana. El argumento gira en torno a cómo el rechazo a éstos fue utilizado para movilizar una población que no quería participar en la guerra, por parte de quienes no estaban, en realidad, en capacidad moral de tomar esa posición. Incluso durante y después de la guerra, el racismo llegó a extremos lamentables. El prejuicio y la histeria que se desató contra ciudadanos norteamericanos de origen japonés produjo el arresto de más de 110.000 hombres y mujeres, nacidos de padres japoneses en la costa oeste, pero desde luego ciudadanos de los Estados Unidos. Fueron recluidos sin derecho a juicio y mantenidos como prisioneros en el interior del país durante tres años. Ni los descendientes de alemanes ni de italianos fueron confinados; el fundamento era que los de origen japonés, teniendo filiación étnica con el enemigo, eran mayor fuente de peligro que los que tenían ancestro «blanco».
Tanto el presidente Roosevelt, como el secretario de Estado Hull, se opusieron en 1934 a una resolución del Congreso norteamericano pidiendo al gobierno alemán la restauración de los derechos de los judíos. El antisemitismo alemán no justificaba la intervención. El esfuerzo de guerra tampoco justificó concesiones anti-racistas: durante los combates, la Cruz Roja, con aprobación del gobierno, separaba las donaciones de sangre «blanca» y «negra».