
Por: (*) Andrés Cisneros
“Lo que siempre ha sido el caso con las Falkland es que el derecho ha importado mucho menos que el poder y la determinación a la hora de decidir su propiedad”.
Sir Lawrence Freedman: En Official History of the Falklands Campaign
Ed. Routledge, Londres 2005, Tomo I, pág. 3)
¿Puede imaginarse que un buen día el presidente argentino anuncie la opinión pública de que se ha decidido reconocer los derechos británicos en Malvinas y, en consecuencia, cesar todo reclamo de soberanía sobre las islas? Imposible.
Siendo esto así, ¿por qué nos comportamos como si resultara esperable un comportamiento similar por parte del Reino Unido? Todos los años concurrimos, por un solo día, al Comité de Descolonización de la ONU, recitamos por enésima vez nuestro reclamo y pasamos a esperar sentados que transcurra otro año para repetir, de nuevo, el mismo, exacto ritual.
No está mal si lo que se pretende es solo mantener nuestros derechos debidamente invocados en las Naciones Unidas, pero resultaría ingenuo suponer que eso bastará para que, de buenas a primeras, el premier inglés concurra a la Cámara de los Comunes para anunciar la devolución lisa y llana del archipiélago a la Argentina.
Digámoslo con todas las letras: después de la guerra de 1982, se trata de una hipótesis imposible.
Y, sin embargo, nos comportamos como si creyéramos lo contrario. Para Gran Bretaña, no es un problema, ellos están allí desde hace casi dos siglos, y la perpetuación de la impotencia argentina les garantiza una muy larga permanencia.
En suma, que el reclamo en Naciones Unidas es necesario. Pero también insuficiente. Si de veras queremos recuperar las Islas, algo más habrá que hacer.
Y allí es donde comienzan las divergencias entre los argentinos. Divergencias que nos impiden establecer un proyecto común, una política de estado para Malvinas.
Todas las políticas han hecho algún aporte, pero todas fueron, aplicadas por separado, insuficientes.
Cualquier política que pueda darnos alguna esperanza necesita un horizonte de por lo menos veinte años. Y una política de veinte años requiere un acuerdo de todos, una política de Estado. Mientras no cambiemos eso, las Malvinas van a ser un tema simbólico, importante pero solamente simbólico.
El primer dato, el más importante, es que este conflicto no se resuelve porque se da entre dos países que tienen un peso en el mundo que es muy distinto. Si no fuera así, este conflicto estaría resuelto hace años.

Lo que hay que hacer, a muy largo plazo, es aumentar nuestro peso en el mundo y concertar alianzas que aumenten esa presencia argentina en el mundo. Ese día los ingleses no van a tener más remedio que aceptar una negociación.
¿Cómo se hace una cosa así? Tenemos dos conflictos, pero, ¿tenemos una política?
A los argentinos nos quedan pendientes dos grandes disputas que involucran territorios: Malvinas y la Antártida. Tienen muchos puntos de contacto, pero las vivimos de manera
separada, como temas independientes, cada uno por su lado.
El elemento más determinante es que, en ambos conflictos, aparecemos confiando únicamente en el aspecto jurídico, en la supremacía final que, alguna vez, se reconocerá a nuestros mejores derechos.
Descansamos, literalmente, en una estrategia puramente juridicista, en un mundo que todavía se maneja por la política del poder. El imperio del derecho internacional viene registrando avances y continuará en esa dirección, pero falta mucho, muchísimo, si alguna vez se llega, para que con solo tener razón se nos devuelvan las islas.
¿Qué soluciones puede haber?
Desde el punto de vista de las propuestas de solución, los argentinos hemos oscilado en dos grandes corrientes.
La primera, que llamaríamos tradicional, exigía la discusión del tema “soberanía” desde el principio, de entrada, antes de hablar de cualquier otro asunto, como serían recursos naturales, comercio y cooperación en general.
La segunda, aplicada en algunos períodos de la década de los setenta y en el último gobierno de Perón, encontró su más larga continuidad en los noventa, con la Cancillería a cargo de Guido Di Tella. Proponía una política no opuesta, no excluyente de la tradicional, sino complementaria: ya que evidentemente resultaba imposible obligar a la Corona a discutir acerca de la soberanía, aceptemos hablar sobre los otros temas, como una manera de iniciar un camino que, a la corta o a la larga, desembocaría en un clima más propicio para la discusión de fondo.
También en este tema los argentinos hemos venido eligiendo el enfrentamiento en lugar de la cooperación, hemos vivido ambas estrategias como excluyentes: o aplicamos una o aplicamos la otra. Casi nunca se ha procurado coordinarlas. Pero ocurrió, sucedió al menos en tres oportunidades, breves y frustradas.
La primera, luego de los recordados acuerdos de Comunicaciones, de 1971 cuando, por varios años comerciamos, viajamos, viajaron ellos, los proveíamos de combustibles, transportes, atención médica, educación superior, alimentos y todo tipo de mercaderías, y se generó un clima tal que, durante la última presidencia de Perón, permitió a la embajada británica entregar a nuestro canciller Vignes una propuesta de retroarriendo (leaseback) semejante al de Hong Kong: reconocimiento inmediato de nuestra soberanía y arriendo acordado en favor de la Corona, con creciente coadministración argentina, por un número de años por definir. El presidente ordenó a Vignes a aceptar y a negociar el plazo más corto posible. Sin embargo, Perón murió tres semanas después, y sus continuadores no estuvieron a la altura.



La segunda ocurrió en 1981, apenas meses antes del desembarco argentino, tras un proceso de negociaciones diplomáticas que culminaron con un viaje a Buenos Aires y a Malvinas del vicecanciller de la corona británica, Nicholas Ridley, que portaba una oferta semejante a la anterior. Desgraciadamente, la Junta que entonces nos gobernaba rechazó la oferta, quizá interpretándola como una muestra de debilidad de Londres, y prefirió desatar la acción bélica de apenas unos meses después, el 2 de abril de 1982.
¿Por qué Londres hizo estas ofertas?
Hasta ese momento, en Gran Bretaña existía una larga y sorda disputa entre el Foreign Office, (su Ministerio de Relaciones Exteriores) y los lobbies económicos, tradicionales y nacionalistas con intereses en las islas. La diplomacia británica siempre prefirió llegar a algún arreglo con Argentina, aunque en ello se les fuera la soberanía, como una manera de no enturbiar las relaciones con un país que consideraban de alguna importancia, y para culminar un inevitable proceso de descolonización que, iniciado a partir de la Carta de la ONU, les había permitido deshacerse de casi todas sus posesiones imperiales de la manera más conveniente posible.
Un proceso histórico no puede entenderse desconectado de su contexto, y este debate interno en la política británica debe apreciarse enmarcado en la idea-fuerza de la descolonización, una verdadera política de estado de los Cinco Grandes que habían ganado la Segunda Guerra Mundial y ocupaban el estratégico Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Así, sobre la base de semejante consenso, se redactó la Carta de las Naciones Unidas, organismo al que se le encomendó impulsar un proceso de descolonización de alcance planetario.
Aunque no faltaron dificultades, ese proceso, como conjunto, resultó muy exitoso, y su herramienta principal consistió en el derecho a la autodeterminación.
A partir de entonces, el tema de la población ha resultado un escollo hasta ahora imposible de superar. La insistencia británica en que se atienda la opinión de los isleños es tomada por nosotros, con razón, como un ejercicio de supremo cinismo, pero si esperamos que algún día nos devuelvan las islas, también hay que entender las dificultades con que podrían tropezar las autoridades inglesas que intentaran hacerlo. En efecto, más allá de quien tenga razón o no, cualquier político británico que propusiera algo así, sobre todo después de la guerra de 1982, afrontaría un seguro suicidio político y una repulsa mayúscula de su opinión pública.
Curiosamente, el haber ganado la guerra limita a cualquier gobierno inglés en sus facultades para tener mayor manejo político.
Los ingleses no tienen razón, las islas son nuestras y debieran devolverlas; el asunto es que, aunque quisieran, sus dirigentes encontrarían, al menos por mucho tiempo, dificultades cercanas a lo insalvable.
La contienda de 1982 terminó, quizá para siempre, con ese debate interno en la política británica. A partir de entonces, ya nadie, ni en el Foreign Office ni en ningún espacio representativo, se propone discutir la soberanía con Argentina: hubo una guerra, iniciada
por nosotros, y ellos la ganaron, fin de la historia. Así lo razonan. Luego de la guerra del 82, el gobierno del Reino Unido, siguiendo una larga tradición posbélica, decidió seleccionar a un historiador de máximo prestigio e intachables antecedentes pro británicos, para escribir una Historia Oficial de la Campaña de Malvinas. La elección recayó sobre sir Lawrence Freedman, y su resultado, en dos tomos de mil ciento dos páginas, se conoció en 2007, y conviene repasar lo manifestado poco después por el propio autor, nada menos que el historiador oficial británico: “De no haber existido la guerra, las islas se hubieran vuelto progresivamente inviables para Gran Bretaña. Estaban perdiendo anualmente población, a partir de una base muy pequeña, y eventualmente, algo se iba a tener que hacer. Pero al forzar el tema de esta manera, los argentinos hicieron que Gran Bretaña se decidiera a invertir en las islas, a interesarse por ellas y a cuidarlas como no lo había hecho antes.”

Yo dudo de que, de no haber mediado la guerra, se hubiera ofrecido una transferencia de soberanía inmediata. Sin embargo, se habría llegado a un punto en el cual se tendría que haber ofrecido a los isleños llevarlos de vuelta al Reino Unido y, a partir de entonces, un diálogo para la transferencia de la soberanía podría muy bien haber comenzado.
Procurando reestablecer un clima propicio, a partir de la recuperación de nuestra democracia, sucesivos gobiernos desplegaron esfuerzos para reconstruir, primero, la relación diplomática entre ambos estados y, a posteriori, el espíritu de diálogo tan dañado por la guerra.
En esa línea de continuidades, a partir de 1989 se procuró combinar ambas posturas, hasta entonces tan opuestas: reforzamos los reclamos jurídicos en las Naciones Unidas y, al mismo tiempo, se abrieron canales para hablar sobre otros temas que no fueran la soberanía.
Tanto es así que, durante ese período, durante el lapso de la más alta cooperación y diálogo en ese asunto, al mismo tiempo se consagró, nada menos que con rango constitucional, la imprescriptible decisión de recuperar la soberanía de Malvinas.
Una cosa no excluía la otra: compromiso de perseguir nuestro reclamo de soberanía que pasaba a estar asentado en la nueva Constitución de 2004 y, al mismo tiempo, inicio de conversaciones sobre comercio, coadministración, inversiones, acceso de argentinos a las islas, aprobación de que ciudadanos argentinos pudieran establecerse y adquirir tierras y otros bienes, etc. En suma, iniciar un proceso que reinstalase el nivel de relacionamiento perdido con la guerra.
De manera que, en ese período histórico, tan difícil por lo reciente de la guerra, se consiguió hacer cobrar vigencia operativa, al mismo tiempo, a las dos vertientes, hasta ese momento excluyentes, en que por tanto tiempo nos habíamos dividido: reclamo de la soberanía y, también, cooperación y entendimiento en los demás temas. Todo junto.
El intento duró un corto tiempo histórico, a todas luces insuficiente, unos catorce años y tres presidencias, hasta 2004, en que tornamos a retirarnos de todo diálogo y, a partir del primer gobierno del kirchnerismo, la Argentina canceló los acuerdos de petróleo y pesca para volver a concentrarse solo en los alegatos jurídicos ante Naciones Unidas, política que se mantiene hasta hoy: como en las viejas épocas, no nos sentaremos a discutir nada si no se comienza por aceptar nuestra soberanía.
Para cualquiera que haya leído los trabajos de Conil Paz y Ferrari, esta política tradicional es un caso muy claro de juridicismo.
La inmovilidad operativa a que nos sometió la persistencia paralizante del juridicismo puede verificarse en un dato asombroso: hasta 1996, la Cancillería Argentina no contaba con un estudio jurídico completo, articulado, de los aspectos jurídicos de nuestra diferencia con Gran Bretaña por Malvinas.

Todo un símbolo
Para cerrar el tratamiento de Malvinas, como tema aislado, yo diría que una cosa sí es segura. Si Argentina volviera a encontrarse entre los siete países con mejor producto bruto per cápita del mundo, si fortaleciéramos nuestras alianzas tradicionales en la región y en el mundo y recuperáramos un peso que Gran Bretaña no pudiera seguir ignorando, nuestros reclamos ya no caerían en el vacío.
Todo consistiría en trabajar, hacia adentro, para construir una Argentina otra vez importante y, hacia afuera, para que, cuando llegue ese momento, el mundo lleve ya varias décadas comprobando que somos tan firmes en nuestra queja como en la oferta de diálogo y cooperación. Llegaremos más rápido y mejor a estar en condiciones de hacer valer nuestros derechos si nos comportamos de una manera que los respalde, no que los boicotee.
Tiende a crecer en la conciencia colectiva la convicción de que debemos retornar al diálogo, esperar nuestro tiempo y trabajar hacia adentro para conformar un país respetable, cuyos habitantes excluyan el tema de Malvinas de las contiendas banderizas para convertirlo en una política de estado.
Veamos las conexiones entre Antártida y Malvinas
Las Malvinas y la Antártida ya no deben ser considerados temas independientes de nuestra política exterior: nuestra disputa con Gran Bretaña tiene, en ambos casos, la misma naturaleza. Sería para nuestra debilidad, no nuestra fuerza, continuar con un tratamiento diferenciado.
Como se sabe, en la Antártida, Argentina reclama un sector que prácticamente se superpone con la declarada aspiración británica.
Hay otro común denominador en ambos conflictos: los argentinos nos hemos refugiado exclusivamente en la razón jurídica y desatendimos los aspectos de realismo y diplomacia.
Y también, como en Malvinas, los ingleses no se limitaron a lo jurídico y operan activamente en otros campos.
En Malvinas, llevamos más de medio siglo estancados en un ritual que se recicla cada año en el Comité de Descolonización de Naciones Unidas:
Presentamos nuestro reclamo, los ingleses contestan, las Naciones Unidas, por supuesto, manifiestan solemnemente su muy honda preocupación, nos recomiendan negociar bilateralmente, Gran Bretaña se niega una vez más, y nos despedimos hasta el año siguiente. Sigan participando. Desde los sesenta hasta la fecha. Y de aquí, a la eternidad.
En el ínterin, poco y nada hacemos, excepto desgranar siempre las mismas quejas diplomáticas que terminan invariablemente archivadas y, en casi dos siglos, no hemos avanzado en la región más allá de la solidaridad retórica de nuestros vecinos. Gran Bretaña, en cambio, acaba de obtener que la UE respalde oficialmente sus títulos de soberanía y los integre como también propios del conjunto, incluido el sector antártico al que aspira la Argentina. Y desde hace más de un lustro, la UE destina partidas presupuestarias propias, europeas, no británicas, para inversiones institucionales de largo plazo en las islas.
Gran Bretaña procura, así, superar su talón de Aquiles en Malvinas –la condición de territorio colonial declarada por la ONU- no mediante su devolución a la Argentina sino a través de su dispersión en una más diluyente jurisdicción europea. Ya se sabe, algunos laberintos se superan solo por arriba, y los escasos territorios aún coloniales, más tarde o más temprano, deberán transformarse en otra cosa.

No entenderlo así condenaría a la Argentina a repetir la bicentenaria impotencia padecida en Malvinas. La Historia demuestra que, a la hora de repartirse espacios vacíos, terminan ganando los que tienen más fuerza, no más derechos.
Una disyuntiva que teemos que resolver es si vamos a encarar este asunto solos o acompañados.
Como parte ineludible de la política de Estado que los argentinos debemos concertar, figura la decisión de seguir discutiendo sobre las Malvinas en forma separada de la Antártida, de manera bilateral, solitaria e infructuosamente con Gran Bretaña, o incorporarlas a la discusión mayor por el Atlántico Sur, estudiando la alternativa de que incluya a otros participantes.
En el primer caso, continuando con el reclamo en soledad, nuestra única esperanza sería la misma que en Malvinas: que, de aquí a muchas décadas, Argentina haya recuperado un peso en el mundo que Gran Bretaña no pueda ignorar.
El segundo camino nos abre la asociación con nuestros vecinos atlánticos (Brasil y Uruguay) más Chile, para que la solución de Malvinas se dirima insertada en el escenario mayor de todo el Atlántico Sur.
Por lo pronto, los británicos ya procuran embarcar a Europa en un desarrollo austral, la UE invierte desde hace años en mejoras de infraestructura en Malvinas y el Foreign Office continúa manipulando una eventual independencia de las islas, que quedarían dentro del Commonwealth.
A esta altura del siglo veintiuno, los argentinos debiéramos dejar de engañarnos: en el mundo, todavía, no basta con tener razón. Debemos hacernos fuertes en otros campos, además del derecho y de la academia. Algo distinto hay que intentar. No para reemplazar a la política tradicional, sino para apuntalarla, fortalecerla, ayudarla a dar el salto cualitativo que la haga pasar del mero reclamo verbal a la acción concreta en el terreno.
El asunto de los intereses y los deseos
A quienes han propuesto hacer algo más que abroquelarnos en lo jurídico, con frecuencia se los ha acusado de poner en peligro la solidez legal de nuestros reclamos.
No obstante, el juridicismo provee confort, no soluciones. Así, mediante la discusión de si debemos atender solo a los intereses sin escuchar la opinión de los isleños, hemos instalado internamente una interminable guerra de trincheras entre nosotros, que solo beneficia a quienes usufructúan unas islas que son nuestras. Urge encontrar una fórmula de síntesis que nos permita superar el enfrentamiento y avanzar, en lugar de discutir eternamente entre argentinos.
Al limitarnos solo al reclamo jurídico, los argentinos terminamos quedándonos con la razón y los ingleses, con las islas. Intoxicados de juridicismo, derivamos hacia otra forma de impotencia: la mera retórica.

El polo de la discordia
Desde hace más de treinta años, repetimos ese mismo tic de la impotencia: nos refugiamos en el peso de nuestros derechos indudables, pero no salimos a tejer una red de alianzas e intereses que nos respalde si, también en la Antártida, los ingleses deciden ignorarnos, y el mundo mira para otro lado.
La cuestión constitucional
A mediados de los noventa, en plena reconstrucción de nuestra política de Malvinas, conseguimos acordar una política de estado con tanta fortaleza que se aceptó incluirla nada menos que en el texto de la nueva Constitución Nacional.
Una política de estado con semejante rango de obligatoriedad debiera servirnos de piedra basal para ir construyendo sucesivos escalones de crecientes acuerdos básicos a lo largo del tiempo. La Cláusula Transitoria es el “que” de este asunto. A partir de ese
acuerdo en el “que,” debemos generar subsiguientes acuerdos, en los distintos “cómo”, a lo largo de cada etapa histórica.
Por definición, toda negociación supone que ambas partes terminan cediendo algo. La ganancia en una negociación no está en las cantidades (en este caso de territorios), sino en las calidades de lo que se obtiene.
A esta altura, cabe una pregunta: ¿Se puede negociar sin ceder?
A una negociación se acude con una aspiración y se regresa con una certeza, por lo general, menor que aquella aspiración.
Se la puede abordar con un ciento por ciento de reclamo y volver con un 80%, 70% o 50% de éxito. Es lo esperable, nadie se vuelve con todo y el otro con nada. La diferencia está en que ese porcentaje, necesariamente menor que lo aspirado, vale más, porque ahora es cierto, reconocido por el otro, indisputable de allí en adelante; mientras aquel 100% era teórico, una mera aspiración, no una certeza. Una certeza vale más que una aspiración. Uno no “tiene” un territorio hasta que nadie más se lo discute.
Es lo que sucedió, por ejemplo, en la negociación de los límites con Chile en la zona de los Hielos Continentales.
Visto así, los ingleses no “tienen” las Malvinas, porque nosotros siempre mantendremos en alto la disputa. Ellos aspiran a que renunciemos a nuestros reclamos y nosotros aspiramos a que renuncien a sus posesiones. En algún punto entre ambos extremos, aguardan las certezas que solucionen el entuerto.
Llevamos casi dos siglos sin obtener nada porque solo nos contentaríamos con todo. Si una política exterior puede calificarse como mala o buena según a quién beneficie, la del todo o nada viene beneficiando hace ya demasiado tiempo a Gran Bretaña.
Sin embargo, en ambos ofrecemos el mismo flanco: hacia afuera, más allá de los apoyos sentimentales de la región, estamos solos; y hacia adentro, nos encontramos enfrentados por opiniones invariablemente contrapuestas, que paralizan el primer paso imprescindible: conformar un acuerdo básico para seguir la misma política, por lo menos en los próximos veinte años.

Brasilia tiene largamente diseñada una estrategia para el Atlántico Sur y ha comenzado a articularla en el terreno, sin recibir ofertas de coordinación de nuestra parte ¿Puede imaginarse una desinteligencia más contraria a los intereses nacionales argentinos?
E Inglaterra se mueve con astucia: incluye a las Malvinas en la protoconstitución de Lisboa y está invitando a toda Europa a desplegar aspiraciones estratégicas en el Atlántico Sur.
Debiéramos trabajar desde ya mismo para que el Mercosur más Chile -y, crecientemente, luego toda América del Sur- decidan incorporar como de interés propio, egoístamente nacional de cada uno de ellos, el advertir muy firmemente a la UE que no tolerarán una división de la Antártida sin presencia importante de nuestra región.
Estas son palabras mayúsculas que nuestros vecinos no pronunciarán si nos ven continuando con discusiones internas, más interesadas en encontrar traidores que en buscar soluciones. De lo contrario, seguiremos con la política exterior tradicional: eternos campeones morales, nosotros nos quedamos con la razón y otros se quedarán con las islas, Itaipú, las represas hidroeléctricas o las pasteras, y así para siempre.
En el tema Malvinas, mucha gente dice “Es el petróleo, estúpido”. El accionar petrolero británico en Malvinas va a atraer cada día a más empresas interesadas, no importan las protestas diplomáticas o las amenazas jurídicas que les propinemos.
Todo ello puede entorpecerles la operación o demorarla, pero, seguramente, no va a impedirla. La experiencia universal es clara.
Lo que de verdad les complicaría para consumar el despojo sin tomarnos en cuenta sería que, en la misma área, en aguas indisputadamente argentinas -asociados con nuestros vecinos- desarrolláramos un área de exploración y explotación alternativa a la de los ingleses en Malvinas, para que esas mismas empresas tengan que optar entre ellos o nosotros y, por consiguiente, presionen a ambas partes en favor de un accionar coordinado, no excluyente.
No sería campo de orégano; el éxito no estaría asegurado, pero sin dudas contaríamos con herramientas –como la cercanía a nuestras costas para la apoyatura técnica y logística mucho más conducentes que la inflacionaria emisión de letanías infinitas acerca de nuestros soberanos e imprescriptibles derechos, malvadamente ignorados por la pérfida Albión.
Dentro de un esquema tal, que terminaría con un acuerdo estratégico continental, sobre todo el Atlántico Sur, se abriría una nueva ventana de oportunidad para incluir en ello al conflicto de Malvinas, una de cuyas alternativas podría pasar por que los isleños permanezcan en parte de ellas, mientras a la Argentina se le devuelvan porciones equivalentes de territorio.
¿Antártida para la humanidad?
Existe una postura crecientemente respaldada que, invocando los más altos principios humanitarios, propone que los reclamos de soberanía se desconozcan en la Antártida, y todo el Polo Sur sea declarado territorio universal.
El Grupo de Países No Alineados, que en el pasado se declaraba tan consecuente con los derechos argentinos en Malvinas, se ha pronunciado dos veces, en 1983 y 1986, en favor de convertir la Antártida en Patrimonio Común de la Humanidad. Lo propio, la Liga Árabe y la Organización de la Unidad Africana (OUA). Más cerca de nosotros, México y Bolivia consideran aceptable la propuesta.

La alianza sudatlántica con nuestros vecinos más Chile debe trascender la solidaridad emocional, de práctica infaltable, “para con el hermano pueblo argentino”, y pasar a anclarse en el centro mismo de los más profundos intereses nacionales de cada uno.
Por su parte, el Brasil que hoy trabaja para instalarse en la cumbre más alta de la elite del poder mundial necesita extender su influencia en el Atlántico Sur como parte de su propio proyecto nacional, y no solo, ni siquiera principalmente, para ayudar a la Argentina.
Ya ha rediseñado su estrategia marítima en torno a la defensa de sus riquísimas reservas de hidrocarburos mar afuera, y concertó con Francia la adquisición de naves y aviones específicamente programados para ese propósito, incluidos submarinos de propulsión nuclear.
La coincidencia objetiva –aún no transformada en un programa de acción en común con Brasil en el Atlántico Sur reconoce, también, una segunda línea de paridad: el liderazgo histórico brasileño para oponerse a la doctrina de los “espacios vacíos” con que, desde siempre, ha sentido amenazada su soberanía sobre el estratégico enclave del Amazonas. La posible amenaza de grandes potencias sobre esa enorme porción de su territorio conforma una de las principales hipótesis de conflicto en el esquema de seguridad brasileña.
De menos relevancia, pero en la misma dirección, la preocupación argentina por el espacio semivacío de la Patagonia enhebra por la doctrina con ese interés nacional brasileño. Y sobre la base de esa coincidencia en defender espacios vacíos que les pertenecen, la eventual defensa conjunta de los aún más enormes vacíos en el Atlántico Sur –que los brasileños denominan “la Amazonia líquida o azul”- se enlaza directamente con esa larga tradición en ambos países.
Por otra parte, las políticas de estado, que los brasileños ejercen con tanta eficiencia, han hecho que, ya en el gobierno de Dilma Rousseff se acabe de aprobar el Plan Estratégico de la Defensa Nacional, que venía elaborándose desde cuatro presidencias atrás (Cardoso + Lula) que, en su parte pertinente, dispone: “El Ministerio de Defensa, otros ministerios y las Fuerzas Armadas deberían aumentar el apoyo necesario para la participación brasileña en la toma de decisiones sobre el destino de la región antártica”.
Ni una palabra sobre la imprescindible articulación de esa política con el otro gran protagonista en el atlántico Sur y la Antártida, que es la Argentina.
Cualquiera que conozca la seriedad y la visión de largo plazo de los planificadores estratégicos brasileños no puede sino atribuir ese silencio a la falta de confiabilidad en el tiempo de cualquier acuerdo que se pudiera intentar con un país como la Argentina que, cada cambio de presidente, borra todo lo anterior, inventa la rueda de nuevo y todo vuelve a fojas cero.
En suma, que están dadas las condiciones objetivas para que dos países de la importancia regional de Argentina y Brasil sienten las bases de una política exterior, común al menos en este aspecto, más allá de la solidaridad y las emociones, para que enraícen profundamente en sus propios intereses nacionales coincidentes.
Es un conflicto que registra al menos tres dimensiones. La bilateral con Gran Bretaña, la multilateral en Naciones Unidas, y la sudamericana que actúa en bloque en todo el Atlántico Sur.
La primera dimensión, la bilateral, se encuentra hace más de un siglo estancada porque Gran Bretaña se niega a discutir sobre soberanía.

La segunda dimensión, la multilateral, ha demostrado ser útil, pero insuficiente: Naciones Unidas lleva medio siglo limitándose a recomendarnos negociar directamente con el reino Unido, esto es, nos remite a insistir con la primera, la bilateral. Al ser la guerra imposible y el derecho, insuficiente, solo queda la negociación. El punto es si continuar limitándola al tema de la soberanía y al ámbito de las Naciones Unidas y su Comité de Descolonización, o extenderla a otros ámbitos y a otros rubros.
Sin embargo, nos queda una nueva dimensión que son los intereses de nuestros vecinos, un campo lleno de potencialidades y todavía muy poco explorado.
Potenciar nuestro Atlántico Sur es una decisión compleja, pero si no cambiamos, seguiremos con la política exterior tradicional, la misma que tenemos hoy. Eternos campeones morales, nosotros nos quedamos con la razón y otros con las islas, con Itaipú o con las pasteras. Y mañana, tal vez, con la Antártida argentina.
Para salir de este inmovilismo, tenemos que aplicar, lenta pero seguramente, un doble movimiento de pinzas.
Hacia adentro, generando un acuerdo básico en toda la sociedad argentina que sustraiga el tema de la especulación partidaria (como pasó con los Derechos Humanos).
Y hacia fuera, fortaleciendo la Argentina en el mundo para que su actual parálisis y su creciente aislamiento dejen, de perjudicar nuestros derechos en las Malvinas, en las pasteras uruguayas o en cualquier otra causa donde el interés nacional se encuentre en juego. No es tan difícil: todo consiste en ponernos a trabajar en la buena dirección.
Malvinas y Antártida, los más simbólicos y, al mismo tiempo, el más antiguo y el más nuevo de nuestros conflictos internacionales, comparten la urgente necesidad de que los convirtamos, lo antes posible, en verdaderas políticas de Estado.

(*) Andrés Cisneros es abogado y licenciado y doctor en Ciencia Política. Ha terminado de cursar el doctorado en Ciencia Política y prepara su tesis sobre Malvinas y las pretensiones británicas sobre la Antártida. Entre 1991 y 1999, se desempeñó sucesivamente como jefe de asesores del canciller Di Tella, luego como secretario general del mismo Ministerio y finalmente, como secretario de Estado de Relaciones Exteriores. En esos cargos, llevó adelante numerosas negociaciones internacionales, especialmente las que tuvieron que ver con Malvinas, los límites con Chile, el Mercosur, y la relación permanente con Estados Unidos, Brasil y España. En el período como vicecanciller, tuvo la responsabilidad directa de la ejecución y la supervisión de la totalidad de los temas de la política exterior. Escritor y docente, se desempeña como profesor universitario en las materias de Teoría de las Relaciones Internacionales y en Política Exterior Argentina.
Publicado por el Boletín del Centro Naval N° 836 de MAY/AGO 2013.