Por: (*) Richard Bach – Por: Prensa OHF
No era un sueño descabellado. No se trataba en absoluto de una alucinación. Ése erarugiente y negro motor atornillado a la pantalla cortafuego, a unos centímetros de mis botas; esas alas No era un sueño descabellado. No se trataba en absoluto de una alucinación. Ése era un con la cruz de Malta sobre mi cabina eran auténticas, ése era el mismo cielo de hielo y relámpagos que había conocido durante gran parte de mi vida, y a un lado había una larga caída hacia tierra, que también era muy real.
Pues bien, allá abajo, frente a mí, se hallaba un caza inglés SE-5 color oliva pardusco, con franjas circulares azules, blancas y rojas en las alas. Yo tenía exactamente la misma sensación que supe que experimentaría cuando leí esos viejos libros sobre la guerra aérea, exactamente esa misma sensación.
Oprimí con fuerza la barra de los pedales del timón de dirección, tiré de la palanca de mando y bajé en dirección a él, haciendo girar el mundo a mi alrededor en vertiginosas manchas de tierra esmeralda, nubes de harina y ráfagas de viento azul.
Mientras tanto el pobre diablo seguía volando sin advertir mi presencia.

No utilicé la mira porque no la necesitaba. Situé el avión inglés frente a mí entre las dos ametralladoras Spandau del morro y apreté el disparador situado en la palanca de control.
Las bocas de las ametralladoras despedían pequeñas llamaradas naranjas y amarillas, con un débil petardeo, mientras yo ejecutaba mi asalto en picado. Sin embargo, lo único que hizo el SE fue agrandarse entre mis ametralladoras.
No grité: “¡Muere, cerdo inglés!” como solían hacerlo los pilotos alemanes en los libros de historietas.
Nerviosamente pensé: “Mejor te incendias de una vez porque si no será demasiado tarde y tendremos que hacerlo todo de nuevo.”
En ese momento una ráfaga oscura se tragó al SE. Saltó en un giro agónico y soltó una negra estela desde el motor. Dejando tras de sí un fuego blanco y el humo del aceite quemado, arrojaba basura al cielo.
Bajé en picado y pasé junto a él como un tiro; sentí el sabor ácido de su fuego y giré en mi asiento para verlo caer. Pero no cayó. Derramando un negro océano de humo, se volvió bamboleándose en la mitad de un viaje, apuntó hacia mí y abrió fuego con su ametralladora Lewis. La luz anaranjada del cañón vaciló sobre mi cabeza centelleando en medio del silencio mortal de toda esa catástrofe. Todo lo que pude pensar fue: “Bien hecho. Y seguramente así había sido.”
El Fokker se lanzó en un ascenso vertical en el mismo momento en que yo oprimía el botón que indicaba HOLLÍN (desde debajo del motor me llega el ruido que hace al salir) y luego el siguiente que dice HUMO. La carlinga se oscureció con un irritante humo amarillento que respiré entrecortadamente. Desplazar el timón de dirección derecho para llevar el avión en un resbale con caída hacia la derecha, palanca de mando hacia atrás para entrar en barrena. Una vuelta… dos… tres… el mundo gira como una centrifugadora descontrolada. Luego recuperar el mando y bajar en espiral seguido por ese río de espantosa neblina.
De pronto la carlinga se despejó y estabilicé el vuelo a unos cien metros sobre las verdes granjas de Irlanda. Chris Cagle, que volaba en el SE-5, apareció a unos 500 metros de distancia y balanceó las alas para indicar que nos uniéramos en formación y volviéramos al aeródromo.
Mientras sobrevolábamos los árboles uno junto al otro, y luego, cuando nuestros patines de cola tocaban la hierba del aeródromo de Weston, consideré que había sido un día lleno de emociones. Desde el amanecer había derribado un avión alemán y dos ingleses, y yo mismo había sido derribado cuatro veces: dos en un SE-5, una en un Pfalz y una en este Fokker. Era una animada introducción a la manera como un piloto se gana la vida en el cine. Y todavía nos quedaba un mes.
Se trataba de la película de Roger Corman Von Richthofen and Brown, un film épico que incluía una buena cantidad de sangre, algo de sexo, ciertas interpolaciones históricas y veinte minutos de filmación aérea, que, para conseguirla, varios pilotos por poco pierden la vida. La sangre, el sexo y la historia eran simulados, pero los vuelos, como siempre, eran absolutamente reales. Ese primer día, Chris y yo aprendimos lo que todo piloto del cine sabe desde que se filmó Wings: nadie ha dicho nunca a los aviones que todo eso es en broma. Los aparatos de todas maneras pierden velocidad y entran en barrena, y se estrellarán en el aire si uno los deja hacerlo. Sólo los pilotos pueden comprender esto.

La torre de la cámara era un ejemplo excelente: una plataforma construida con postes de teléfonos que se levantaba nueve metros sobre una elevación del terreno llamada Pigeon Hill. El operador y dos ayudantes se encaramaban en la plataforma todas las mañanas, con la tranquila seguridad de que se trataba sólo de una película y que, sobrevivirían para bajar otra vez por la tarde. Tenían confianza en Chris, en mí, en John Hutchinson y en la docena de pilotos del Irish Air Corps que realmente se podía calificar de ciega; actuaban como si los aviones que se lanzaban en picado hacia ellos, para las tomas de frente, con las ametralladoras lanzando llamas, fuesen ya inofensivos rollos de película.
Son las diez de la mañana. Vuelan dos Fokker D-7 y dos SE-5. El ruido del viento y los motores martillea nuestras cabezas, y allá abajo a la derecha del extremo del ala está la solitaria protuberancia de Pigeon Hill, con su torre en la punta y los operadores sobre la plataforma.
—Queremos una persecución muy de cerca esta mañana —nos dicen por la radio—.
Un SE seguido por un Fokker, otro SE y luego el otro Fokker. ¿Entendido?
—Roger.
—Por favor, acérquense a la torre y luego inclinen un ala y giren en torno de nosotros de modo que podamos ver la parte superior de los aviones. Lo más cerca posible los unos de los otros, por favor.
—Roger.
De modo que aquí vamos, a 300 metros de altura, uno tras otro en formación cerrada. El avión que va delante surge gigantesco y amenazador en mi parabrisas. Ahora viene el picado hacia la torre, esa pequeña pirámide situada allá abajo.
—¡Acción! ¡Estamos rodando!
El SE que va a la cabeza se estremece violentamente mientras vira en dirección a tierra y hacia la torre. Lo sigo en el Fokker, disparando cortas ráfagas de oxiacetileno con nuestras ametralladoras simuladas, sabiendo que tengo otro SE muy cerca de la cola, disparando, y que el otro Fokker lo sigue. Cada cierto tiempo nos atrapa el rebufo de la hélice del avión que va delante y nos empuja en una inclinación que exige toda la fuerza del alerón y del timón de dirección para luchar contra ella. Esto no es ningún problema si uno tiene espacio debajo. Pero el espacio disminuye rápidamente y en pocos segundos la torre se ve bastante grande y luego se convierte en un monstruo y el operador lleva una camisa blanca y una chaqueta azul y una bufanda listada rojo y azul y el SE se ladea con violencia junto a la torre y estamos en la TURBULENCIA, CONTROLA EL TIMÓN, CUIDADO QUE VAMOS A ESTRELLARNOS CONTRA…
Los motores rugen y se estremecen. Los controlamos a tiempo, la torre ha pasado veloz y aún estamos vivos; por un momento pensé que de ésta no salíamos. ¡Qué manera de comenzar el día! ¡Vaya, vaya, esto no es diversión, esto es trabajo!
—Muy bien. Eso ha estado muy bien, muchachos —nos comunica la radio—.
Inténtenlo de nuevo, pero ¿esta vez podrían acercarse un poco más a la torre y no venir tan separados? Júntense un poco más, por favor.
—Roger.
¡Dios del Cielo, quiere que nos acerquemos más!

Volvemos a bajar en formación disparando nuestras ametralladoras en medio de agitados y bruscos virajes, lo más próximos que nos obligamos a atrevernos, cayendo en la ráfaga de las hélices que nos agarra como una mano enorme y que si no luchamos con todas nuestras fuerzas nos retuerce hasta dejarnos cabeza abajo. La torre se agiganta ante nosotros como una pirámide azteca para el sacrificio humano, y entonces:
—¡Humo ahora, número uno, humo, humo!
El SE que perseguimos suelta el humo a unos cien metros de la torre, y es como meterse en un nubarrón. El aparato gira violentamente hacia la izquierda y no veo nada excepto un borroso trozo color verde que hace un instante era la tierra, y no podemos respirar, y en algún sitio a un segundo de distancia está la torre con esos confiados imbéciles haciendo funcionar la cámara Mitchell. Piso con fuerza el pedal derecho del timón de dirección, por mi vida, tiro de la palanca de mando y salgo disparando de en medio del humo, a 20 pies de la torre, por el lado izquierdo. Por escasos 6 metros no nos estrellamos con la torre. Es interesante comprobar lo rápido que un casco de cuero se puede empapar de sudor.
—Perfecto. Eso es exactamente lo que quiero. Ahora repitámoslo otra vez…
—¿Una vez más? ¡No olviden que son nuestras vidas las que estan en juego!
Lo dijo uno de los pilotos irlandeses, y recuerdo que pensé que había escogido bien las palabras.
No podía dejar de pensar en el cómico que sostiene una tarta en la mano mientras otro le grita: “¡Dame esa tarta! ¡Dame esa tarta! ¡Dame esa tarta!” Uno siente la tentación de lanzar el avión contra esa Mitchell, destrozarla en un billón de pedazos que vuelen por toda la zona, luego llevar el avión hacia arriba y decir: “¡Ahí tienen! ¿Nos acercamos lo suficiente? ¿Era eso lo que querían?”
El único que cedió a la tentación fue Chris Cagle. Se precipitó sobre la cámara con furia, desde debajo de la torre, y, acelerando al máximo, durante unos pocos segundos, se lanzó en dirección al objetivo. Se elevó en el último cuarto de instante y tuvo el macabro placer de ver durante una milésima de segundo al equipo de operadores arrojarse al suelo. Fue la única vez en ese mes en que pensaron que después de todo los aviones podían ser de verdad.
La mayor parte de la fotografía aire-aire en Von Richthofen and Brown fue filmada desde un helicóptero, un Alouette 11. El operador que iba en el helicóptero no fue víctima del mismo deseo homicida que el equipo de la torre, pero un helicóptero resulta un objetivo inquietante si uno tiene que volar en dirección hacia él. No basta que el aparato apunte hacia delante para que se mueva en esa dirección, por supuesto: se podría detener o subir o bajar o retroceder. ¿Cómo calcula un piloto adónde debe apuntar para llegar a una distancia prudente de un objeto cuya velocidad desconoce?
—Bien, ya estoy detenido —solía decirnos el piloto—. Pueden acercarse cuando quieran.
Pero la velocidad de aproximación a un helicóptero parado es la misma con que podemos acercarnos a una nube, lo cual quiere decir que en los últimos segundos puede ser peligrosamente grande. Uno tampoco deja de pensar que los pobres tipos que están en el Alouette no llevan paracaídas.
Pero, trozo a trozo y con mucha angustia, terminamos la película. En primer lugar, nos habituamos a nuestros aviones. La mayoría de los aparatos reproducidos subían a 200 pies por minuto después del despegue, pero algunos días teníamos mucha suerte si lográbamos pasar sin tocar los hangares de lona, al extremo de la pista. John Hutchinson nos dejó unas inmortales palabras: Tengo que repetirme todo el tiempo:

“Hutchinson, esto es bello, esto es maravilloso, ¡estás volando en un D-7! Porque si no lo hago tengo la sensación de que el aparato es un maldito cerdo enorme.”
Los cuatro modelos a escala de SE-5 no sólo tenían toda la energía suficiente para competir con los otros aviones, sino que a veces se superaban a sí mismos. Durante un ataque, perseguí a un triplano Fokker con una cámara instalada en el morro de un mini SE y sólo para poder permanecer en el mismo cielo que el Fokker, a 120 kilómetros por hora, conseguía 2.650 rpm en un motor en que una línea roja señalaba el límite en 2.500. En esos cincuenta minutos de vuelo, pasé cuarenta y cinco más allá de la máxima aceleración. La película, como la guerra, era una misión que teníamos que cumplir. Si un motor estallaba era una lástima… teníamos que aterrizar de alguna manera y tomar otro avión.
Resulta extraño, pero uno se acostumbra a este tipo de vuelos. Llegado el momento, incluso junto a la torre de Pigeon Hill, atrapado por la ráfaga de la hélice y bajando nueve metros sin control, uno piensa: “Lo lograré. Se sobrepondrá en el último segundo. Siempre lo ha hecho…”, mientras aplica a los controles toda la fuerza de Charles Atlas, luchando para salir de aquello.
Un día vi a uno de los pilotos irlandeses que llevaba una espiga de brezo en la solapa de la chaqueta de su uniforme alemán.
—¿Volando bajo o me equivoco? —le dije en broma.
Había una expresión grave en su rostro y no sonrió.
—Creí que me había llegado la hora —comentó—. Debo de tener mucha suerte para estar vivo.
El tono era tan sombrío que sentí una curiosidad morbosa. Las hojas de su solapa provenían de una de las faldas de Pigeon Hill y las había recogido con el tren de aterrizaje de un Fokker.
—Lo último que recuerdo es la turbulencia y todo lo que veía era la tierra. Cerré los ojos y tiré de la palanca de mando con toda la fuerza de que era capaz. Y aquí estoy.
El equipo de la torre lo confirmó esa tarde. El Fokker había girado sobre sí mismo, caído en picado frente a la torre, rebotado contra un lado de la colina y vuelto a elevarse.
La cámara apuntaba hacia el lado opuesto.
Entre los aeroplanos que había en Weston, se encontraba un biplaza, un Caudron 277 Luciole, traducido para nosotros como Luciérnaga. Era un biplano cuadrado, lento, con una ametralladora Lewis montada en la cabina trasera de tal manera que no había espacio suficiente para que el que la manejaba llevara paracaídas. Hutchinson, que acababa de aterrizar en el aparato, mientras yo me preparaba para despegar en él, me lo describió con toda la pureza de sus matices británicos:
—De hecho, es una bella Luciole, pero nunca será un aeroplano.

Pensando en eso, me amarré el cinturón del asiento, hice arrancar el motor y partí en una misión en la que tenía que ser derribado por un par de Pfalzes. No era una escena en la que pudiese disfrutar. Resultaba demasiado real.
El pobre Caudron apenas podía apartarse de su ruta. Como la gran mayoría de los verdaderos biplazas de la Primera Guerra, no podía virar ni subir ni bajar en picado. El piloto quedaba situado directamente entre las dos alas de modo que le resultaba imposible mirar hacia arriba o hacia abajo. El que manejaba la ametralladora bloqueaba la parte trasera y el piloto tenía que conformarse con lo que le quedaba: un trozo de cielo adelante y otro, enmarcado por cables y soportes, a los lados.
Yo creía haber comprendido muy bien que la vida no era fácil para los pilotos de biplazas en 1917, pero en realidad no había entendido nada. No podían atacar, no podían escapar, apenas podían enterarse de que los atacaban, a menos que su pequeño ataúd de tela estallara en llamas, y luego no tenían paracaídas para escapar de aquello.
Quizá yo haya sido un piloto de biplazas en otra vida, porque, a pesar de mí mismo, a pesar de que me repetía: “Esto es una película, Richard, sólo estamos haciendo unas escenas para una película”, me sentí aterrado cuando se acercaron los Pfalzes. Sus ametralladoras centellearon en dirección a mí, y el director gritó:
—¡Humo, Lucy, humo, humo!
Oprimí los dos botones del humo, me dejé caer pesadamente en el asiento y lancé el Luciole en un lento picado en espiral.
Ahí terminaba la escena para mí. Era muy simple, pero me arrastré de vuelta a Weston como un caracol exhausto.
Viraba contra el viento para aterrizar cuando de pronto vi una escuadrilla de Fokkers que se volvían hacia mí y me quedé helado de la impresión. Me costó unos segundos recordar que no estábamos en 1917 y que yo no iba a quedar incinerado en mi propia trayectoria. Entonces me reí nerviosamente y aterricé lo más pronto que pude. No tenía ningún deseo de volver a volar en un biplaza, y nunca lo hice.
Nadie se mató en esa época en que volé con Von Richthofen y Brown, nadie se hizo daño. Hubo dos aviones averiados: a un SE le falló el eje mientras rodaba y un Pfalz capotó. Pero a la semana ambos volvían a estar en el aire.
Las cámaras rodaron cientos de metros de película en color, horas de filmación. En gran parte se veía bastante aburrido, pero, por cada vez que un piloto se había sentido realmente asustado, seguro de que se iba a estrellar en medio del espacio, convencido que, esa vez el aparato no se iba a recuperar a baja altura, había una emocionante escena fijada en el celuloide.
Nos reuníamos en pequeños grupos para ver en la pantalla de seis pulgadas de la moviola las escenas filmadas el día anterior. No había sonido excepto el ronroneo del proyector, en medio de un silencio como de biblioteca de provincia. De vez en cuando se escuchaba un comentario:
—Para un momento.
—Liam, ¿ibas tú en ese Pfalz?
—Eso no estuvo mal…

Cuando iniciamos la última semana de rodaje, los pintores se dirigieron a los monótonos aviones alemanes y a fuerza de brochazos los convirtieron en los arcos iris del Circo Richthofen. Volamos en los mismos aviones de siempre, pero ahora resultaba divertido hacerlo en un Fokker rojo que aparecería en la pantalla como el mismo Richthofen o el Pfalz que pertenecería a Hermann Goering.
Volé en el Fokker rojo una vez para la innoble escena en que un miembro de mi escuadrilla era derribado por el inglés. Luego, una vez más, como el Barón Rojo para precipitarme rugiendo al rescate de Werner Voss, disparando a un SE que lo perseguía.
Al día siguiente yo era Roy Brown y perseguía a Von Richthofen (ahora un triplano Fokker rojo) y lo derribaba para la escena final de la película.
Cuando salí de la cabina después de ese vuelo, y me dirigí a nuestro remolque llevando mi paracaídas, intenté decir: “Derribé al Barón Rojo.”
Pensé en eso. ¿Cuántos pilotos pueden afirmarlo?
—Oye, Chris —dije. Él se había estirado sobre su mitad del remolque—. ¡Derribé al Barón Rojo!
Su respuesta fue mordaz.
—Ah —dijo, y ni siquiera abrió los ojos.
Con lo cual quería decir: “Y qué? Sólo estamos filmando una película, y además de segunda categoría, y si no fuera por las escenas de vuelo no cruzaría la calle para verla.”
En ese momento se me ocurrió que en una guerra verdadera sucedería lo mismo que en la que simulábamos. Los pilotos no van a las guerras o a ver las películas porque les gusta la sangre o el sexo o la trama de segunda clase de todo aquello. Volar es más importante que la película; volar es más importante que la guerra.
Probablemente sea una pena tener que decirlo: ni a las películas ni a las guerras le faltarán nunca hombres para que vuelen en sus aviones. Yo mismo soy uno de los muchos que se presentaron como voluntario en ambos casos. Pero seguramente algún día, dentro de mil años, podamos construir un mundo en que el único lugar en que se pueda registrar un combate sea en el objetivo de algún director que grite: “¡Ahora humo, humo!”
Todo lo que necesitamos es la voluntad de hacerlo, más algunos Migs simulados, algunos viejos Phantom con falsas ametralladoras y proyectiles de serrín… Si quisiéramos, dentro de mil años, podríamos hacer unas películas realmente estupendas.

RICHARD BACH es escritor y aviador. Ex piloto de combate de las Fuerzas Áreas de
Estados Unidos, continúa volando en aviones de su propiedad. Durante las últimas tres
décadas se ha dedicado a escribir artículos y cuentos para revistas de aviación, además
de otros libros, entre ellos Un puente hacia el infinito, Ilusiones, El don de volar, Alas
para vivir y Nada es azar. Su último libro, Vuela conmigo (publicado por Vergara en
2009) ha tenido una calurosa acogida. Juan Salvador Gaviota, su obra más célebre, fue
traducida a más de treinta idiomas, lleva vendidos más de treinta millones de
ejemplares, ha sido llevada al cine y ha inspirado obras musicales.
«Un relato de gran belleza, narrado con maestría.»
The New York Times Book Review
«Richard Bach es un hombre extraordinario, que transita caminos no convencionales
para conocerse a sí mismo y al mundo.»
Time
«Aunque explora el mismo territorio que The Secret (El secreto), el nuevo libro de
Richard Bach es mucho más valioso. Plantea cuestiones provocativas, y logra un
equilibrio perfecto al dar respuestas sin sugerir que sean las únicas posibles.»
Publishers Weekly, sobre Vuela conmigo
En la voz de Omar Cerasuolo.