Por: (*) Richard Bach – Prensa OHF
Las carlingas abiertas, las botas especiales y las gafas protectoras han desaparecido.
Se imponen las cabinas estilizadas, el aire acondicionado y los parabrisas de cristal antirreflectante. Muchas veces había pensado en esta idea, pero de pronto tomé conciencia de ella como algo tan definitivo que resultaba perturbador. Debemos aceptar el aumento de las comodidades y la capacidad de operar en malas condiciones atmosféricas que poseen los aviones ligeros modernos. Pero ¿es éste el único criterio para disfrutar de un vuelo?
Disfrutar fue la única razón por la que muchos de nosotros comenzamos a volar; queríamos probar el estímulo que produce. Quizás en el fondo de nosotros mismos, mientras llevamos hacia el cielo una cabina de ala semialta, pensamos: “No es exactamente lo que yo esperaba, pero es volar, y supongo que tendré que conformarme con ello.”
Una cabina cerrada protege de la lluvia y le permite a uno fumar un cigarrillo con imperturbable calma. Esto es una gran ventaja para los vuelos por instrumentos y los fumadores empedernidos. ¿Pero es realmente volar?
Volar es sentir el viento y la turbulencia, el olor del escape y el rugido del motor, una nube húmeda en la mejilla y el sudor bajo el casco.
Nunca he volado en un avión de cabina abierta. Nunca he escuchado el viento en los cables ni sentido que sólo un cinturón de seguridad me separa del suelo. Pero lo he leído y sé que una vez fue así.

¿Nos ha condenado el progreso a ser un grupo anónimo que se encarga de llevar un cuarto lleno de instrumentos desde A hasta B? Es posible que toda la emoción que nos produce volar consista en decir que mantuvimos las agujas centradas durante todo el aterrizaje por instrumentos. ¿Puede el goce de volar provenir de lograr constantemente ciertas comprobaciones con una diferencia de más o menos 15 segundos? Quizá no. Por supuesto que los instrumentos y las comprobaciones son importantes, pero ¿acaso el viento en la cara y el crujir de los cables no tienen también su lugar?
Hay viejos pilotos cuyas raídas bitácoras de vuelo se detienen en las diez mil horas.
Ellos pueden cerrar los ojos y volver a sentirse en el Jenny, con el viento de la hélice tamborileando sobre la tela del fuselaje. Toda la emoción de la ráfaga de viento que acompaña un viraje en pérdida vuelve a sus corazones cada vez que ellos quieren. Lo han vivido.

Pero yo no la llevo conmigo. Yo comencé a volar en un Luscombe 8E, en 1955. No había cabinas abiertas ni cables para los pilotos que se iniciaban. Era un aparato cerrado y pintado con colores chillones, pero me llevaba por encima del tráfico de las carreteras.
Yo pensaba que eso era volar. Luego vi los Nieuports de Paul Mantz. Toqué la madera y la tela y los cables que permitieron a mi padre mirar desde arriba a los hombres que luchaban sobre el barro de la tierra. Nunca experimenté esa deliciosa y emocionante sensación al tocar un Cessna 140, un Tri-Pacer o incluso un F-100.
En la Fuerza Aérea me enseñaron a volar aviones modernos con un sistema moderno y eficaz; allí no era necesario proteger el anemómetro. He pilotado T-Birds y aparatos F-86, C-123 y F-100. El viento nunca me ha rozado el cabello; tendría que atravesar la carlinga (“ATENCIÓN. No abrir a más de 50 nudos IAS”) y luego el casco (“Señores, una pulgada cuadrada de esta fibra de vidrio puede resistir el impacto de una fuerza equivalente a 40 kilogramos”). Una máscara de oxígeno y una visera baja completan mi separación de todo posible contacto con el viento.

Ahora tiene que ser así. No se puede enfrentar a un Mig con un SE-5. Pero el espíritu del SE-5 no tiene necesariamente que desaparecer, ¿verdad? Después de aterrizar en un F-100 (“Corte gases cuando el tren de aterrizaje principal toque tierra, baje el morro, suelte el paracaídas y aplique los frenos hasta que pueda sentir el sistema antibloqueo”), ¿por qué no puedo dirigirme a una pequeña pista de hierba y despegar en un Fokker D7 con 150 caballos de fuerza en el morro? ¡Daría cualquier cosa por esa posibilidad!

Mi F-100 puede superar la barrera del sonido, pero yo no siento la velocidad. A los 12.000 metros, el monótono paisaje se arrastra lentamente bajo el depósito eyectable, como si me encontrara en una zona en que rige un límite de velocidad de 40 kilómetros. El Fokker alcanzará los 170 kilómetros por hora, pero a 150 metros y al aire libre, por el placer de hacerlo. El paisaje no perderá su color debido a la altura, y los árboles y arbustos conservarán la precisión de sus contornos. Mi anemómetro no será una esfera con una línea roja en algún sitio sobre Mach 1, sino que el mismo sonido del viento se encargará de decirme que baje el morro un poco y esté atento al timón de dirección porque este avión no aterriza solo. —¿Construir un aparato de la Primera Guerra Mundial con un motor moderno? ¡Por ese dinero se podría comprar un avión de cuatro plazas! Pero no quiero uno de esos aviones. Yo quiero volar.

(*) RICHARD BACH es escritor y aviador. Ex piloto de combate de las Fuerzas Áreas de Estados Unidos, continúa volando en aviones de su propiedad. Durante las últimas tres décadas se ha dedicado a escribir artículos y cuentos para revistas de aviación, además de otros libros, entre ellos Un puente hacia el infinito, Ilusiones, El don de volar, Alas para vivir y Nada es azar. Su último libro, Vuela conmigo (publicado por Vergara en 2009) han tenido una calurosa acogida. Juan Salvador Gaviota, su obra más célebre, fue traducida a más de treinta idiomas, lleva vendidos más de treinta millones de ejemplares, ha sido llevada al cine y ha inspirado obras musicales.
«Un relato de gran belleza, narrado con maestría.»
The New York Times Book Review
«Richard Bach es un hombre extraordinario, que transita caminos no convencionales
para conocerse a sí mismo y al mundo.»
Time
«Aunque explora el mismo territorio que The Secret (El secreto), el nuevo libro de
Richard Bach es mucho más valioso. Plantea cuestiones provocativas, y logra un
equilibrio perfecto al dar respuestas sin sugerir que sean las únicas posibles.»
Publishers Weekly, sobre Vuela conmigo