Por: Richard Bach del libro “El Don de Volar” – Para: Prensa OHF
Lo que yo tenía que hacer era escribir un cuento acerca de aquel hombre, no matarlo a sangre fría. Pero de algún modo no pude conseguir que me creyera, fue una de las pocas veces que he visto a una persona tan aterrada que me quedé allí, incapaz de comunicarme con él como si yo hablara urdu arcaico. Resultaba desconcertante descubrir que a veces las palabras no tienen significado y no producen ningún efecto. El hombre que debería haber sido el personaje principal de la historia me advirtió claramente que me había calado en el acto, que sabía que yo era un títere, un patán, un ingrato y una multitud de otros personajes indeseables envueltos en una desteñida chaqueta de piloto.
Unos años atrás, quizás hubiese recurrido a la violencia para comunicarme con él, pero esta vez decidí abandonar la habitación. Salí a respirar el aire de la noche, a la orilla del mar, bajo la tenue luz de la luna, porque ésta iba a ser la historia de un hombre y su paradisíaco lugar de descanso.
Grandes olas se alzaron por la oscura playa, lanzando destellos de fósforo azul verdoso como pacíficos obuses disparando en la noche, y contemplé ese océano salado precipitarse suave y parejo y retirarse lentamente, silbando con suavidad. Caminé durante media hora quizá, tratando de comprender al hombre y sus temores y finalmente, me di por vencido pensando que era una tarea inútil. Sólo entonces, cuando aparté la vista de la playa, miré de pronto hacia arriba.

Y allí, encima de esos elegantes lugares de descanso, sobre el mar y los indolentes huéspedes del bar y sobre mí y todos mis pequeños problemas, estaba el cielo.
Aminoré mi marcha por la arena y por último me detuve y miré directamente hacia arriba. Desde el otro lado del horizonte Norte hasta el otro lado del horizonte Sur, desde más allá del final del mundo hasta más allá de las profundidades del mar, se extendía un cielo de un billón de kilómetros. Estaba muy tranquilo, muy inmóvil.
Algunos altos cirros pasaban a la deriva bajo una tajada de luna, arrastrados cuidadosamente por un viento muy débil, muy débil. Y esa noche advertí algo que nunca había notado antes.
Que el cielo siempre se está moviendo, pero nunca se va. Que ocurra lo que ocurra, el cielo está siempre con nosotros.
Y que al cielo no se le puede molestar. Para el cielo mis problemas no existían, no habían existido nunca, ni nunca existirían.
El cielo no interpreta mal.
El cielo no juzga.
El cielo, simplemente, es.

Es, queramos o no aceptar el hecho o enterrarnos bajo millas de tierra o incluso más profundamente, bajo el impenetrable techo de la rutina sin reflexión.
Un año más tarde me encontraba en Nueva York; todo me salía mal y mi capital ascendía a 26 centavos y tenía hambre y el último lugar donde deseaba encontrarme era en la prisión de las calles de Manhattan al anochecer, con ventanas abarrotadas y puertas de cinco llaves. Pero ocurrió que miré hacia arriba, que es algo que uno nunca hace en Manhattan, por supuesto, y nuevamente, como había sucedido junto al mar, allá muy arriba, por encima de las gargantas de Madison Avenue y Lexington y Park, estaba el cielo. Se hallaba allí. Sin prisa, inalterable. Cálido y acogedor como mi hogar.
“Qué te parece”, me dije. “Lo que son las cosas. Por muy complicada y angustiosa que se presente la vida para un piloto, siempre tiene un hogar que lo espera. Siempre lo aguarda el gozo de volver a encontrarse en el aire, de mirar hacia abajo o hacia arriba para ver las nubes, ese grito interior está siempre esperando. ¡Estoy en casa de nuevo!”
“Es un montón de niebla, sólo el aire vacío”, dirá la gente que se queda en tierra.
“Saque la cabeza de las nubes y ponga los pies en el suelo.” Sin embargo, en momentos tan lejanos como el de la playa solitaria y la atestada calle de Manhattan, pude alzarme de la negra desesperación hacia la libertad. Del fastidio, la furia y el temor, a un pensamiento: “Vaya, ¡no me importa! ¡Soy feliz!”
Sólo por mirar al cielo.
Quizás esto ocurra porque los pilotos nunca se alejan demasiado en sus vagabundeos. Puede que los pilotos sólo se sientan felices cuando se encuentran en casa. Y tal vez sólo estén en casa cuando de alguna manera pueden tocar el cielo.