Por: Richard Bach – Para: Prensa OHF
Recuerdo que hace algunos años solía sentirme intrigado por las líneas férreas. Me paraba entre ellas, las miraba alejarse hacia el mundo y comprobaba que las dos vías se acercaban y se unían en el horizonte, sólo 8 km al oeste. Por el pueblo pasaban máquinas descomunales que se dirigían rugiendo y pitando hacia el Oeste. Como una locomotora es un gigante que necesita sus vías dispuestas de cierta manera, yo sabía que debía de haber un gran montón de humeantes escombros al otro lado del lugar en que las líneas se juntaban. Imaginaba que los ingenieros tenían que ser hombres ferozmente valientes, pues veía sus figuras, veloces y borrosas, pasar por el cruce de Main Street con una sonrisa un saludo, para dirigirse a una muerte segura en el horizonte.
Con el tiempo descubrí que las vías férreas realmente no se unían más allá de mi pueblo, pero no me recuperé de la impresión que me producían los que maneja los trenes hasta el día en que volé en mi primer aeroplano. Desde entonces he seguido las vías por todo el país y todavía no las he visto juntarse. Nunca. En ninguna parte.

Recuerdo que hace algunos años solía sentirme intrigado por la neblina y la lluvia: ¿por qué algunos días toda la tierra era un lugar gris y húmedo, todo el mundo un lugar monótono y triste en que vivir? Me intrigaba que el frío y el viento se apoderaran del planeta y que el sol, tan brillante el día anterior, tuviese ese color ceniciento. Los libros intentaban explicarlo, pero no fue hasta que empecé a conocer un aeroplano cuando descubrí que las nubes no cubren toda la tierra, que, incluso parado bajo una intensa lluvia, empapado sobre la pista de aterrizaje, todo lo que tenía que hacer era volar y atravesar las nubes.
No era fácil hacerlo. Había ciertas reglas que cumplir, si realmente quería ganar la libertad que da el aire despejado. Si decidiera ignorar esas reglas, si decidiera lanzarme por mi cuenta e insistir en que podía decidir por mí mismo cuál es la parte de arriba y cuál la de abajo, siguiendo el impulso del cuerpo en vez de la lógica del entendimiento, invariablemente me precipitaría a tierra. Incluso hoy día, para encontrar ese sol tengo que ignorar lo que parece correcto a mis ojos y mis manos y confiar totalmente en los instrumentos que me han sido dados, por muy extraño que sea lo que dicen y por muy insensatos que parezcan. Confiar en esos instrumentos es la única manera posible para que una persona pueda abrirse paso hacia la luz del sol. Descubrí que mientras más densa y oscura fuese la nube más cuidadosamente tenía que confiar en mis indicadores y en mi talento para interpretar lo que dicen. Lo comprobé una y otra vez: con sólo continuar subiendo se puede llegar a la cima de cualquier tormenta y finalmente salir hacia el sol.
Cuando empecé a volar, aprendí que las fronteras entre las naciones, con todos sus pequeños caminos, sus barreras, sus controles y sus letreros, son muy difíciles de distinguir desde el aire. De hecho, desde la altura no podría decir en qué momento he cruzado los límites de un país o cuál es el idioma que se usa en tierra.

Con el alerón derecho un avión se ladeará a la derecha sin que importe si es norteamericano, soviético, inglés, chino, francés, checo o alemán, sin que importe quién lo pilota o qué insignias tiene pintadas en las alas.
Volando he podido comprobar muchas de estas cosas y todo cabe bajo un rótulo: Perspectiva. Es justamente la perspectiva —situarse por encima de la vía férrea, en este caso— lo que nos muestra que no necesitamos preocuparnos por el destino de las locomotoras. Es la perspectiva la que nos muestra que la muerte del sol es una ilusión, la que nos dice que si nos elevamos lo suficiente nos daremos cuenta de que el sol no nos ha abandonado. La perspectiva nos muestra que las barreras entre los hombres son imaginarias y que las hemos convertido en realidad sólo porque creemos que existen, sólo porque nos inclinamos y temblamos con un permanente miedo a su poder para limitarnos.
La perspectiva es lo primero que se graba en la persona que realiza su primer vuelo.

“Vaya, la circulación allá abajo… ¡los coches parecen juguetes!”
Mientras aprende a volar, el piloto descubre que los coches allá abajo son juguetes después de todo. Cuanto más se eleva, más lejos llega su vista y menos importantes aparecen los asuntos y las crisis de los que se aferran al suelo. De vez en cuando, entonces, caminando por este pequeño planeta redondo, es bueno saber que gran parte de ese camino se puede hacer volando. Quizás al final del viaje descubramos que la perspectiva que hemos contemplado desde el cielo tenga más sentido para nosotros que todos los polvorientos kilómetros que hemos recorrido en nuestras vidas.

Richard David Bach:
Es un aviador y escritor estadounidense. Es ampliamente conocido por sus populares novelas de la década de 1970: Juan Salvador Gaviota e Ilusiones, entre otras. Los libros de Bach exponen su filosofía de que los aparentes límites físicos y mortalidad son solo apariencias. Bach es reconocido por su amor a volar y sus libros relacionados con la aviación. Ha volado como un hobby desde los 17 años.