Por: Richard Bach – Prensa OHF
Según los filósofos, aquello en lo que el hombre cree se convierte en su realidad. Así ocurrió durante años mientras me decía una y otra vez: “No entiendo nada de mecánica.” No entendía nada de mecánica. Solía decir: “Ni siquiera sé con qué extremo del destornillador se enroscan los tornillos.” Aparté de mí mismo todo un mundo de luz. Tenía que haber alguien que se encargara de mis aeroplanos, o yo no podía volar.
Pero luego tuve un descabellado biplano con un anticuado motor en el morro y no me tomó mucho tiempo descubrir que el aparato no estaba dispuesto a tolerar un piloto que no supiera algo de la personalidad de un Wright Whirlwind de 175 caballos, algo acerca de cómo reparar anillos de madera y lona barnizada.
Y así fue como me ocurrió uno de los sucesos más extraños de mi vida: cambié mi modo de pensar. Aprendí la mecánica de los aviones.
Lo que todo el mundo sabía desde hacía mucho tiempo era para mí una novedosa aventura. Por ejemplo, un motor desarmado y repartido sobre una mesa de trabajo es sólo una colección de piezas de extraño diseño, es acero frío e inerte. Sin embargo, esas mismas piezas montadas y atornilladas a la fría e inerte armazón de un avión, se convierten en un ser diferente, en una escultura terminada, una forma artística digna de cualquier galería de arte. Y como ninguna otra escultura en la historia del arte, el motor y la estructura cobran vida bajo la mano del piloto y unen su existencia a la de él.

Separados, el acero, la madera, la tela y el hombre permanecen encadenados a la tierra. Juntos, pueden elevarse hacia el cielo y explorar lugares que ninguno de ellos ha visitado. Aprender todo esto fue una sorpresa para mí porque siempre había pensado que la mecánica se reducía a artefactos estropeados y palabrotas entre dientes.
En el momento en que abrí los ojos, estaba todo allí en el hangar, listo para que yo lo admirara, como una exposición en un museo en el momento en que se enciende la luz.
Vi sobre el banco la elegancia de un juego de llaves, la tersa y sencilla gracia de unas tenazas a las que habían quitado la grasa. Como un estudiante de bellas artes que en un día ve por primera vez las obras de Vincent Van Gogh, Auguste Rodin y Alexander Calder, del mismo modo advertí de repente la obra de Snap-On, Craftsman y la Crescent Tool Company, brillando en silencio, esperando en maltratados estantes de cajas de herramientas.
El arte de las herramientas me llevó al arte de los motores y con el tiempo llegué a comprender el Whirlwind, a considerarlo un amigo que tiene sus caprichos y sus antojos, y no como algo desconocido, enigmático y siniestro. ¡Qué gran descubrimiento fue enterarse de lo que ocurría dentro de esa caja de acero gris, detrás de la ráfaga de las palas de la hélice y las vibrantes explosiones del rugido del motor! Ya no había oscuridad en el interior de esos cilindros ni en torno del eje del cigüeñal; había llegado la luz, ¡lo sabía! Allí encontrábamos admisión, compresión, explosión y escape; cojinetes para sostener ejes de alta velocidad que funcionaban con un zumbido; despreocupadas válvulas de admisión y torturadas válvulas de escape que se agitaban precipitadamente en programas de microsegundos, derramando y bebiendo fuego.
Estaba el frágil impulsador del sobrealimentador, girando siete veces por cada vuelta de la hélice. Varas y pistones, las levas y el balancín, todo comenzaba a tener sentido, todo respondía a la misma sencilla lógica de las herramientas que las había colocado en su lugar.
En mis investigaciones, pasé de los motores al armazón de los aviones y aprendí lo que eran haces soldados y mamparas, cerchas y costuras, poleas y cartillas de trazado, reglaje y ángulo de incidencia. Hacía años que volaba y sin embargo era ésta la primera vez que veía realmente un aeroplano, lo estudiaba y me daba cuenta de qué era. Todas esas pequeñas partes que calzaban unas con otras para formar un avión… ¡era fabuloso!
Sentía la furiosa necesidad de poseer un campo lleno de aviones porque eran muy hermosos. Los necesitaba para poder caminar a su alrededor y examinarlos desde cien ángulos distintos, bajo mil luces diferentes de día y de noche.
Empecé a comprar mis propias herramientas y a dejarlas sobre mi escritorio sólo para mirarlas y tocarlas de vez en cuando. Descubrir la mecánica del vuelo no es cosa de poca monta. Pasé horas en el hangar admirando aviones de Miguel Ángel y en las tiendas estudiando cajas de herramientas de Renoir.
La expresión más elevada del arte es un ser humano en control de sí mismo y su avión, en pleno vuelo, impulsando al espíritu de la máquina para que se ponga a su altura. También aprendí, por cortesía de un viejo y descabellado biplano, que para ver la belleza y encontrar el arte no necesito volar todo el tiempo. Me basta sentir el terso metal de una llave inglesa, caminar por un silencioso hangar, simplemente abrir los ojos ante los magníficos pernos y tuercas que han estado durante tanto tiempo tan cerca de mí.
¡Qué extraña y maravillosa creación son las herramientas y los motores y los aeroplanos y los hombres, cuando se enciende la luz!

Richard David Bach:
Es un aviador y escritor estadounidense. Es ampliamente conocido por sus populares novelas de la década de 1970: Juan Salvador Gaviota e Ilusiones, entre otras. Los libros de Bach exponen su filosofía de que los aparentes límites físicos y mortalidad son solo apariencias. Bach es reconocido por su amor a volar y sus libros relacionados con la aviación. Ha volado como un hobby desde los 17 años.