Por: Richard Bach – Prensa OHF
Dos horas después de la medianoche, pareció como si alguien hubiese arrojado un petardo de cincuenta kilos. Alguien que había encendido la mecha y lo había lanzado al oscuro cielo, encima de nuestros aviones y nuestras cabezas, y luego había escapado como loco.
Una explosión de dinamita nos despertó bruscamente, sólidas balas de lluvia se deshacían como granizo sobre nuestros sacos de dormir, oscuros vientos nos atacaban como animales enloquecidos. Nuestros tres aviones se agitaban frenéticamente entre sus cuerdas, las empujaban hacia arriba, tiraban, pateaban y arañaban desesperados por irse tambaleándose por la noche con ese viento descontrolado.
—¿Tienes el puntal, Joe?
—¿Qué?
El viento se llevó su voz y desapareció ahogada por la lluvia y el trueno. Con el destello del relámpago quedó paralizado, bajo el color de diez millones de voltios, como ocurrió con los árboles, las hojas desprendidas y las gotas de lluvia que cruzaban en sentido horizontal.
—¡El puntal! ¡Sujeta el puntal y afírmalo!
Dejó caer su peso sobre el ala en el momento en que la tormenta empezaba a arrancar ramas de los árboles. Entre los dos impedimos que el “Cub” nos llevara debajo de su ala rodando por el valle.
Joe Giovenco, un adolescente hippy de Hicksville, Long Island, crecido a la sombra de la ciudad de Nueva York, cuya única noción respecto de una tempestad de truenos era un ruido sordo que se escuchaba a lo lejos en verano, se aferró a ese puntal con la fuerza de una serpiente pitón, luchando personalmente con el viento, los relámpagos y la lluvia, con su pelo agitándose al viento en una negra maraña sobre su rostro y sus hombros.
—¡Hombre! — gritó un segundo antes de la segunda explosión de dinamita—. ¡Aquí sí que estoy aprendiendo meteorología!
En media hora la tempestad había pasado y dejado una tibia y oscura calma. Aunque vimos el cielo parpadear y crujir sobre las colinas hacia el Este y aunque inquietos observamos el Oeste en espera de más relámpagos, la calma se mantuvo y reptamos nuevamente para introducirnos en nuestros mojados y maltrechos sacos de dormir.
Aunque dormimos empapados, no había uno entre los seis que nos encontrábamos allí esa noche que no considerara la Aventura a Campo Traviesa entre las cosas mejores de su vida. Sin embargo, no era nada que tuviese demasiadas posibilidades. Todo lo que nos llevaba a ella, o ella a nosotros, era el hecho de que compartíamos cierta curiosidad por la otra gente que vive en nuestro planeta y en nuestra época.

Quizá fueran los titulares de los periódicos los que nos lanzaron a la aventura o los artículos de las revistas o las noticias de la radio. Todos contribuyeron con su incesante hablar de la juventud alienada, y de la brecha entre las generaciones convertida en un abismo profundo e insalvable y que la única esperanza que los chicos ven para el país es echarlo abajo y no reconstruirlo por ningún motivo… quizá fue allí donde comenzó.
Considerando todas estas cosas, descubrí que en realidad yo no conocía chicos así, no conocía a nadie que no quisiera hablar con aquellos de nosotros que no hacía mucho habíamos sido muchachos. Sabía que había algo que se le podía decir a una persona que dice, ”Paz” en vez de “Hola”, pero no sabía exactamente qué podía ser.
¿Qué pasaría, pensé, si un hombre en un pequeño aeroplano de alas de lona aterrizara en un camino y se ofreciera para llevar a un autoestopista que espera junto a su mochila? O mejor aún, ¿qué ocurriría si un par de pilotos llevaran en sus aviones a un par de chicos de ciudad a dar un paseo de 200 kilómetros, o de 2.000 kilómetros, un vuelo de una o dos semanas por las colinas, las granjas y las llanuras de Estados Unidos? Invitar a muchachos que nunca han visto el país más allá de lo que divisaban desde la verja de la escuela o del paso elevado que atraviesa la carretera.
¿Quiénes cambiarían, los chicos o los pilotos? Quizás ambos. ¿Pero qué tipo de cambio sería ése? ¿En qué puntos se tocarían sus vidas y en cuáles estarían a tal distancia que no serviría de nada dar voces desde otro lado del abismo?
La única manera de saber qué puede ocurrir con una idea consiste en llevarla a la práctica, y así surgió la Aventura a Campo Traviesa.
El primer día de agosto de 1971 —en realidad ya era una tarde nublada cuando aterricé en Sussex Airport— llegué a Nueva Jersey para reunirme con los demás.
Louis Levner poseía un Taylorcraft 1946; le gustó la idea del vuelo y no lo pensó dos veces. Como objetivo elegimos el encuentro de pilotos de la EAA, en Oshkosh, Wisconsin, una razón suficiente para volar incluso si los demás se arrepentían a última hora.
Glenn y Michelle Norman, de Toronto, Canadá, se enteraron del vuelo y aunque no eran hippies, no conocían Estados Unidos y se sentían ansiosos de ver el país desde su Luscombe 1940.
Me esperaban en el aeropuerto dos muchachos que tenían un aspecto que los anunciaba como hippies ante todo el mundo. El pelo hasta lo hombros, un trapo amarrado alrededor de la cabeza, tejanos desteñidos, mochilas y rollos de mantas a los pies.
Christopher Kask, serio, no violento y prácticamente mudo ante extraños, había obtenido una beca Regents al salir de la escuela secundaria, una distinción reservada para el dos por ciento superior del total de los estudiantes. Sin embargo, no estaba seguro de que la universidad fuese la mejor amiga de los jóvenes, y la idea de obtener un título para conseguir un trabajo mejor no le parecía que fuese una verdadera educación.
Joseph Giovenco, más alto, más abierto con los demás, lo miraba todo con el cuidadoso ojo de un fotógrafo. Sabía que había un futuro en el vídeo como forma artística, y eso estudiaría llegado el otoño.
Ninguno de nosotros sabía lo que iba a suceder, pero la idea de volar resultaba entretenida. Nos encontramos en Sussex y echamos ansiosas miradas al cielo, a las nubes y la neblina, sin decir mucho porque todavía no estábamos seguros de cómo teníamos que hablarnos entre nosotros. Finalmente, con un gesto de asentimiento, metimos nuestras cosas en el avión, hicimos arrancar los motores, corrimos velozmente por la pista y nos elevamos hacia el cielo. Con el ruido de los motores, resultaba imposible intentar averiguar qué pensaban los chicos al verse en el aire.

Lo que yo pensaba era que no íbamos a llegar muy lejos en ese primer vuelo. Las nubes se arremolinaban en grises calderos sobre las cadenas del Oeste y había retazos de neblina humeando entre las ramas de los árboles. Bloqueado el Oeste, nos dirigimos hacia el Sur. Avanzamos 15, 20, 25 kilómetros y, finalmente, sintiendo que la atmósfera hervía y se espesaba sobre nuestras cabezas, aterrizamos en una pequeña franja de hierba cerca de Andover, Nueva Jersey.
En medio del silencio de aquel lugar, la lluvia empezó a caer suavemente.
—No es lo que llamaríamos un comienzo afortunado —dijo alguien.
Pero el entusiasmo de los muchachos no había disminuido.
—¡Hay mucho terreno en Nueva Jersey! —dijo Joe—. ¡Yo creía que estaba todo
poblado!
Yo tarareé la melodía de «Mosquitos, apártense de mi puerta» y extendí mi manta sobre la hierba, feliz de que no estuviéramos todos tristes y pesimistas ante el pésimo tiempo que nos había tocado, y con la esperanza de que al día siguiente amaneciera despejado y siguiéramos nuestro camino por encima del horizonte.
Llovió toda la noche. La lluvia golpeaba las alas con el ruido de piedrecillas que caen sobre un tambor. Al principio se precipitaba silenciosamente sobre la hierba, pero luego salpicaba cuando el pasto se convirtió en un pantano. A medianoche, ya habíamos perdido toda esperanza de ver las estrellas y de no dormir en el barro; a la una, nos habíamos acomodado dentro de los aviones, intentando por lo menos dar una cabeceada. A las tres de la mañana, después de horas sin pronunciar una palabra, Joe dijo:
—Nunca en mi vida había estado en medio de una lluvia tan intensa.
Amaneció tarde a causa de la neblina… tuvimos neblina y nubes y lluvia, durante cuatro días seguidos. Cuatro días de despegar aprovechando cada pequeña señal de calma en el cielo, cuatro días de esquivar las tormentas, de desviarnos, de saltar de un pequeño aeródromo a otro. En total habíamos volado 100 kilómetros en dirección a Oshkosh, situado a 1.600 kilómetros de distancia. Dormimos en un hangar en Stroudsburg, Pennsylvania; en la oficina de un aeropuerto en Pocono Mountain; en la escuela de un club aéreo de Lehighton.
Decidimos llevar un diario del vuelo. A raíz de eso y de nuestras conversaciones bajo la lluvia y entre la neblina, empezamos a conocernos un poco.
Joe, por ejemplo, se convenció de inmediato de que los aviones tenían una personalidad, que tenían su temperamento como la gente, y no le importaba decir que el aparato blanco y azul, allí en el rincón del hangar, lo ponía nervioso.
—No sé por qué. Es la manera que tiene de quedarse allí mirándome. No me gusta.

Los pilotos no dejaron pasar la ocasión y contaron historias de aviones que tenían características propias y hacían cosas que parecían imposibles: despegar en distancias increíblemente cortas cuando tenían que hacerlo para salvar la vida de alguien, o deslizarse por largos trechos sobre terrenos desiguales. Luego se habló sobre cómo funcionan las alas y los controles de vuelo y los motores y las hélices y luego acerca de escuelas atestadas y de la droga en las universidades, luego de cómo ocurre que, tarde o temprano, aquello a lo que el hombre se aferra en su mente, se convierte en realidad en su vida. Afuera, la negra lluvia; dentro, el eco y el murmullo de voces.
En el diario escribíamos todo lo que no teníamos ganas de decir en voz alta. – ¡Esto sí que vale la pena! —anotó Chris Kask al cuarto día—. “Cada mañana trae una serie de sorpresas. Han sucedido cosas realmente increíbles. Un tipo nos presta su Mustang, otro nos presta el Cadillac, todo el mundo nos permite dormir en los aeropuertos y hace lo imposible por ser amable. No importa dónde estemos y ni siquiera si llegaremos alguna vez a Oshkosh. En cualquier sitio se está bien.”
La bondad de la gente era algo que los chicos apenas podían creer.
“Yo solía entrar con Chris a alguna tienda o caminar con él por la calle —escribía Joe— y miraba a la gente que lo observaba. Tenía el pelo tan largo como ahora, o quizá más. Pasaban junto a él y lo examinaban, incluso a veces se detenían y mostraban una expresión de sorpresa o hacían algún comentario. Lo censuraban. Uno podía ver el desagrado en sus ojos ¡y ni siquiera sabían quién era!”
Después de eso me dediqué a observar a la gente que observaba a nuestros hippies.
Al verlos por primera vez siempre sufrían un desagradable sobresalto, la misma sorpresa que me llevé cuando yo los vi por primera vez. Pero, si alguno de ellos tenía la posibilidad de decir algo, de demostrar que eran personas amables y que no planeaban repartir bombas y volarlo todo, ese destello de hostilidad se desvanecía en cuestión de segundos.
Una vez nos vimos atrapados por el tiempo sobre las sierras del oeste de Pennsylvania. Descendimos, dimos una vuelta y aterrizarnos en un largo campo de heno cortado, junto al pueblo de New Mahoning.
Apenas nos habíamos bajado cuando llegó el dueño de la granja en su camioneta, haciendo crujir suavemente el húmedo rastrojo.
—¿Tienen algún problema? —preguntó, y luego frunció el ceño al ver a los muchachos.
—No, señor —respondí—. Casi nada. Las nubes estaban un poco bajas y pensé que sería mejor aterrizar en vez de estrellarse con alguna colina allá arriba. Espero que no le importe…
Hizo un gesto de asentimiento.
—No se preocupe. ¿Están todos bien?
—Gracias a su campo, sí.
A los pocos minutos aparecieron por el camino de tierra que llevaba al campo otras tres camionetas y un coche. Por todos lados se hablaba con curiosidad y animación.
—… los vi volando bajo sobre la casa de Nilsson y me imaginé que tendrían
problemas. ¡Luego aparecieron los otros dos y bajaron y de repente todo estaba en silencio y no sabía qué había ocurrido!

Toda la gente llevaba el pelo bien cortado y se había afeitado cuidadosamente.
Parpadearon al ver el pelo largo y los trapos amarrados a la cabeza y ya no estaban muy seguros de qué se habían encontrado allí.
Luego oyeron lo que Joe Giovenco estaba diciendo a Nilsson.
—¿Ésta es una granja, una auténtica granja? Es que nunca he visto una verdadera… Soy de la ciudad… eso no será maíz, ¿verdad?, eso que crece allí en el suelo…
Los entrecejos fruncidos se desvanecieron en una sonrisa como velas que se encienden lentamente.
—Por supuesto que es maíz, hijo, y ahí es donde crece. A veces da algunas preocupaciones. Esta lluvia ahora, por ejemplo. Mucha lluvia y luego un gran viento y tienes toda la cosecha en el suelo, y ahí sí que estás en dificultades, sí señor…
Por alguna razón, era una buena escena para mirar.
Uno podía ver en sus ojos lo que pensaban. Los hippies que un tipo combate son los hoscos, aquellos a los que no les importa la lluvia ni el sol ni la tierra ni el maíz… los que no hacen otra cosa que hablar mal del país. Pero estos chicos, se ve que no son de ese tipo, uno se da cuenta de inmediato.
Cuando se despejaron las colinas, les ofrecimos llevarlos a dar una vuelta en el avión, pero ninguno estaba totalmente dispuesto. Hicimos arrancar los motores, dimos un salto que nos llevó del heno al cielo, mecimos las alas para despedirnos y seguimos nuestro camino.
“¡Asombroso! —escribió Chris en el diario esa noche—. Hemos aterrizado en un campo y hablado con granjeros que tenían acento sueco e irlandés. No tenía idea de que existieran en Pennsylvania. Todo el mundo es sumamente amable. Amistoso. Realmente me ha abierto los ojos. He echado abajo muchas de mis defensas.
Simplemente no me preocupo y confío en que las cosas resultarán. Todos mis pequeños planes para el futuro se han venido al suelo. Sencillamente ya no estoy seguro de nada y eso es bueno porque te enseña a seguir la corriente de las cosas.”
Desde ese día, flotamos hacia el Oeste en un transparente aire azul sobre verdes tierras y granjas, que eran como luz del sol que ha germinado.
Después de todas las explicaciones que les habíamos dado en tierra, Chris y Joe estaban preparados para hacerse cargo de los controles. Hicieron sus primeras horas de instrucción acompañada volando en formación.
—Haz pequeñas rectificaciones, Joe, ¡Pequeñas rectificaciones! Tienes que dejar el otro avión más o menos… allí, bien. ¿De acuerdo? Ya lo tienes, estás volando. Pequeñas rectificaciones ahora. Un poco más de potencia ahora, cierra un poco. ¡Rectificaciones!
Antes de que pasaran muchas horas, podían de hecho mantenerse en formación. Era difícil para ellos, se les hacía más complicado de lo que en realidad tenía que ser pero, de todos modos, les encantaba y después del despegue esperaban como buitres para hacerse cargo de los controles y practicar un poco más.

Luego comenzaron a despegar ellos mismos… Al principio se desplazaban de un lado a otro como ardillas asustadas; en el último momento se lanzaban sobre las luces de la pista o los indicadores de la nieve, en los costados. Cuando consiguieron despegar con suavidad, practicamos ejercicios de pérdida de velocidad y una o dos barrenas, al deshacer la formación, y por último empezaron a aterrizar, aprendiendo y absorbiéndolo todo como esponjas en el agua.
Por nuestra parte, todos los días aprendíamos algo de sus vidas y de su idioma.
Practicábamos el uso de expresiones hippies, y mi libreta se convirtió en un diccionario de esa lengua. Joe insistía en que yo debía ligar las palabras con más cuidado; repetíamos la frase “eh, hombre, ¿qué pasa?” una y otra vez, pero resultaba más difícil que volar en formación… Nunca conseguí la entonación exacta.
—“Sabes” —explicaba Joe— significa “Hmm” o “Ah.” “Adelante” quiere decir “Estoy totalmente de acuerdo”, y sólo se emplea después de una afirmación obvia y en general la dicen los idiotas.
—¿Qué es “hacer la escena”? —pregunté.
—No sé. Nunca la he hecho.
Aunque en mi libreta había muchas notas respecto del idioma de las drogas (marihuana es también Mary Jane; hierba, “pot”, humo y Cannabis sativa; un “Nick” es una bolsa de marihuana de cinco dólares; “en el espacio” se usa para describir cómo se siente la persona que la fuma), ninguno de los muchachos había llevado hierba a la Aventura a Campo Traviesa. Esto me dejaba perplejo ya que pensaba que todo hippie que se preciara de tal tenía que fumarse por lo menos un pitillo al día. Les pregunté entonces qué ocurría.
—Uno fuma sobre todo por aburrimiento —dijo Chris.
Esto explicaba que no los viera consumir drogas; luchar contra una tormenta, aterrizar en un campo de heno, aprender a volar en formación, a aterrizar y despegar… el aburrimiento no era un problema que tuviesen que afrontar.
En medio de mis prácticas idiomáticas, me di cuenta de que los chicos habían comenzado a aprender la jerga aeronáutica sin necesidad de diccionarios.
—Hombre —pregunté a Joe un día—, esta palabra “lanzarse”, sabes. No la capto.
¿Cómo la usarías en una frase?
—Puedes decir: “Hombre, estoy lanzado.” Es la sensación que tienes cuando fumas marihuana y sientes que la parte superior del cuello empieza a penetrar en tu cabeza. —Pensó un momento y luego se iluminó—. Es lo mismo que experimentas cuando sales de una barrena.
De pronto comprendí lo que era lanzarse.
Palabras como “picado”, “barrena” y “viento de cola” aparecían en su conversación.
Aprendieron a hacer girar la hélice para echar a andar el motor, seguían en el doble control cualquier error, patinazo, aterrizaje en una pista corta o despegue en pista blanda, que hacíamos. Incluso captaban detalles.

Luego una noche, sentado junto al fuego, Chris preguntó: —¿Cuánto cuesta un avión? ¿Cuánto dinero se necesita para volar, digamos, durante un año?
—Mil doscientos, mil quinientos dólares —le informó Lou—. Puedes volar por dos
dólares la hora…
—¡Mil doscientos dólares! —exclamó Chris, asombrado.
Se produjo un largo silencio.
—Sólo son seiscientos por cabeza, Chris —dijo Joe.
El encuentro en Oshkosh resultó una feria que no los impresionó. Los aeroplanos no les interesaban tanto como la idea de volar, la idea de conducir alguna motocicleta aérea que los sacara del camino y dejara atrás las calles y los semáforos, y los lanzara al descubrimiento de su país. Esta idea empezó a ocupar cada vez mayor parte de sus pensamientos.
Al regreso, nuestra primera parada fue en Rio, Wisconsin. Allí llevamos un total de treinta pasajeros a dar un paseo y sobrevolar el pueblo. Los muchachos los ayudaron a subirse a los aviones y a los que habían ido a mirarlos y les explicaron lo que era volar.
Descubrieron que era posible que una persona saliera sin ganar ni perder, si tenía un avión propio. Esa tarde recibimos cincuenta dólares entre contribuciones y donaciones, con lo cual compramos combustible, aceite y comida para algunos días. En Rio, el pueblo nos invitó a una merienda en la que había ensaladas, perros calientes, judías y limonada, lo cual compensó por aquellas noches de mantas mojadas y mosquitos hambrientos.
Glenn y Michelle Norman nos dejaron en este punto para seguir hacia el Sur, visitar amigos y ver algo más de Estados Unidos.
“No hay nada más poético, nada más triste y alegre —escribió Chris en el diario—que ver a un amigo alejarse en un avión.”
Volamos hacia el Sur, cuatro en dos aviones, luego hacia el Este y finalmente al Norte.
En cuanto a cielos atestados, ese lunes por la tarde vimos un total de dos aviones en todo el espacio aéreo del área metropolitana de Chicago.
Y en lo que respecta a 1984, vimos los caballos y los coches del Indiana Amish en los caminos rurales y yuntas de tres caballos que arrastraban el arado por los campos.
El último día aterrizamos en el campo de heno del señor Roy Newton, no lejos de Perry Center, Nueva York. Conversamos con él un momento y le pedimos autorización para pasar la noche en sus tierras.
—Por supuesto que pueden quedarse —dijo—. Sólo les pido que no hagan fuego… La paja, ustedes saben…
—No haremos fuego, señor Newton —prometimos—. Gracias por permitir que nos quedemos.
Más tarde, fue Chris el primero que habló.
—Realmente uno consigue lo que quiere con un aeroplano.
—¿Qué quieres decir?

—Imagínate que hubiésemos llegado en un coche o en bicicleta o caminando.- ¿Qué posibilidades hubiésemos tenido de que nos dejara quedarnos aquí con tanta amabilidad? Pero, como vas en un avión y está oscureciendo, ¡puedes aterrizar donde quieras!
No parece justo, pero es así. Es un privilegio que uno tiene como piloto y los chicos lo comprendieron.
Al día siguiente habíamos aterrizado en el Sussex Airport, Nueva Jersey, y la Aventura a Campo Traviesa había concluido oficialmente. Diez días, 3.200 kilómetros, treinta horas de vuelo.
—Me da pena que haya terminado —comentó Joe—. Fue fabuloso, y ahora ha terminado.
Esa noche volví a abrir el diario y advertí que Chris Kask había hecho una última anotación.
“He aprendido toneladas. Esto ha abierto mi mente y me ha permitido ver una serie de cosas que existen fuera de Hicksville. Lo veo todo bajo una perspectiva nueva. Puedo retroceder un poco y observarlo todo desde un punto de vista diferente. Y me he dado cuenta de que esto es muy importante no sólo para mí, sino también para los que hacíamos el viaje y para la gente que encontrábamos, y me di cuenta de ello mientras me estaba sucediendo, lo que produce una sensación muy extraña. Me ha provocado muchos cambios tangibles e intangibles en la mente. Gracias.”
Allí estaba la respuesta que yo buscaba; eso es lo que podemos comunicar a los chicos que nos dicen “Paz” en vez de “Hola.” Podernos responder “Libertad”, y gracias a un avión ligero de segunda mano y alas de lona, pudimos mostrarles lo que queríamos decir.
En la voz de Omar Cerasuolo.