Por: (*) Richard Bach
Publicado por: Prensa OHF
¿Se han preguntado alguna vez cómo se sentiría un dinosaurio atrapado en un pozo de alquitrán mesozoico? Yo se los diré. Tendría la misma sensación de una persona que ha realizado un aterrizaje forzoso sobre un campo de heno, en invierno, al norte de Kansas, reparado el motor e intentado despegar sobre una alfombra de nieve mojada. Impotente.
Esos pobres plesiosaurios y diplodocos lo intentarían una y otra vez, empleando el máximo de sus energías, debatiéndose como locos, lanzando alquitrán en todas direcciones hasta que el crepúsculo los envolviera en oscuridad y finalmente se sintieran tan cansados que fuera una bendición darse por vencidos y morir. Lo mismo le ocurre a un aeroplano en la nieve, sólo en 15 centímetros de pareja y pintoresca nieve.
Con la proximidad del crepúsculo y un largo camino antes de llegar a cualquier sitio, la única alternativa ante la muerte que tiene el piloto es una fría noche en un saco de dormir, a la sombra de nuevas tormentas. Sin embargo, a pesar de todo, para mí, la trampa de nieve no era justa. No tenía tiempo para ello. Veinte intentos de despegar sólo me habían servido para comprender el poder de un copo de nieve multiplicado por mil billones. Bajo las ruedas se convertía en una espesa y borrosa sopa y saltaba en violentos chorros contra las alas y los soportes de mi “Luscombe” prestado. La máxima aceleración nos arrastraba hasta los 62 kilómetros por hora en el mejor de los casos, y necesitaba un mínimo de 72 para despegar. Como un dinosaurio de la era atómica, estaba atrapado en ese lugar inhóspito.
Entre intento e intento, mientras se enfriaba el motor, caminaba por el campo, condenando la injusticia de todo eso, golpeando con los pies para formar una estrecha pista blanca y preguntándome si tendría que acampar en la cabina hasta la primavera.

Cada intento de despegar aplastaba la nieve bajo las ruedas, pero al mismo tiempo levantaba murallas a los lados, en surcos de treinta centímetros. Despegar sacudiéndose entre esas huellas era como intentar levantar el vuelo con un cohete atornillado al avión. Dentro del surco se podía acelerar como un disparo, pero bastaba desviarse 5 centímetros y, ¡zas!, el morro se inclinaba, yo era lanzado hacia delante y en un segundo habíamos perdido 16 kilómetros por hora. Era una especie de fijación. “Poco poco” — pensaba—, “tengo que ir aplastando la nieve hasta formar una plataforma en la que pueda despegar; de lo contrario pasaré aquí el resto del invierno”. Pero era una tarea imposible. Si yo hubiese sido un dinosaurio me habría tendido a esperar la muerte.
Cuando se vuela en aviones antiguos, uno espera verse obligado a hacer un aterrizaje forzoso de vez en cuando. No es nada especial, es parte del juego y ningún piloto prudente vuela en un avión antiguo sin mantenerse a una distancia que le permita planear y aterrizar en algún lugar. En mis pocos años de vuelo, he tenido 17 aterrizajes forzosos, ninguno de los cuales me pareció injusto y para los que estaba más o menos preparado.
Pero éste era diferente. El “Luscombe” en que volaba no era un avión antiguo; tenía un rendimiento superior al de aviones ultramodernos de mayor potencia y tenía uno de los motores más seguros del mundo. Esta vez no volaba por placer ni por aprender algo; se trataba de un viaje de ida y vuelta, por negocios, de Nebraska a Los Ángeles, y ya casi había terminado mi misión y ése no era el momento para tener que hacer un aterrizaje forzoso. Además que, el motor no había fallado en ningún momento. El problema había sido una conexión de la palanca de gases que vale cincuenta centavos y que se había partido en dos. De modo que cuando el motor giró en el vacío, en el último tramo de mi viaje de negocios —con una persona que me esperaba en Lincoln—, afronté el primer aterrizaje forzoso injusto que me había tocado.
Y me encontraba con que había reparado la conexión y no podía volver a despegar y sólo faltaba una hora para el crepúsculo, cuando mueren los dinosaurios.

Por primera vez en mi vida, comprendí a los pilotos de aviones modernos, que usan los aeroplanos como herramientas de trabajo y no quieren saber nada de acrobacia aérea ni de aterrizajes forzosos. Existen muy pocas posibilidades de que les falle el motor o que se rompa una pequeña conexión. Lo justo es que ese tipo de cosas le ocurran a un piloto deportivo que se interesa por esas trivialidades esotéricas y disfruta preparándose para ellas, pero no a mí, en mi avión para negocios, cuando hay gente que me espera en la terminal y una cena fijada para las ocho en punto. Dado que para un hombre de negocios un aterrizaje forzoso es francamente injusto, comprendo que empiece a creer que no puede ocurrir.
Planeaba hacer un intento más por salir de ese pequeño campo en Kansas antes del anochecer. Ya era demasiado tarde para llegar a mi reunión, pero a la nieve eso no le importaba en absoluto. Ni tampoco al frío ni al campo ni al cielo. Los pozos de alquitrán tampoco se habían preocupado por los dinosaurios. Los pozos son los pozos y la nieve es la nieve: liberarse es problema del dinosaurio.
Hice mi vigésimo primer intento, y el Luscombe, rociando nieve, siguiendo un surco que apenas tenía la longitud necesaria, alcanzó los 72 kilómetros, vibró, se sacudió y se elevó tambaleándose, volvió a tocar la nieve, se alzó y finalmente voló.
Pensé en todo aquello mientras tomaba la dirección de Lincoln, deslizándome velozmente entre las sombras del anochecer. Ahora tenía dieciocho aterrizajes forzosos en mi libro de vuelo y sólo uno de ellos era injusto. No es una mala historial.

(*) Richard David Bach, nacido en Oak Park, Illinois, un 23 de Junio de 1936, es un escritor de Estados Unidos. Es ampliamente conocido por sus populares novelas de la década de 1970: «Juan Salvador Gaviota» e «Ilusiones», entre otras. Los libros de Bach exponen su filosofía que, los aparentes límites físicos y mortalidad son solo apariencias. Richard Bach es reconocido por su amor a volar y sus libros relacionados con la aviación. Ha volado como un hobby desde los 17 años.
Un escritor muy prolífico con buen historial.
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