Por: (*) Richard Bach del libro “El Don de Volar”
Publicado por: Prensa OHF
Seguramente diez mil años atrás algún viejo gurú debió de decir a uno de sus discípulos:
—Sabes, Sam, no existirá nunca una persona que posea algo más que sus propios pensamientos. La posesión de las gentes, los lugares y las cosas no durará nunca mucho tiempo. Podemos caminar un tramo con ellas, pero tarde o temprano cada uno tendrá que tomar su propia posesión —lo que hemos aprendido, lo que pensamos— y seguir su camino por solitarios recodos.
—Ah, sí—replicaría Sam, emprendiendo la tarea de escribirlo en una corteza de loto. ¿Por qué, entonces, miles de años después de que fuera escrita esa verdad me siento triste al firmar unos papeles para cambiar un biplano que se había convertido en parte de mi vida? Era evidente que tenía que hacerlo. Mi nueva casa está rodeada de agua por tres lados y el cuarto corresponde a un área densamente poblada. El aeropuerto, sin una torre de control, gracias a Dios, tiene sin embargo una pista de superficie dura que para el biplano es como un vidrio untado en mantequilla. Las franjas de hormigón se extendían entre bosques de robles sin que hubiese un solo campo en el que aterrizar si fallaba el motor en el despegue. Me trasladé a nueve millas del lugar en que el biplano estaba en su medio y mientras más tiempo pasaba en el hangar peor era para él; quedó a merced de los gorriones que buscan casa y de las ratas que roen cuerdas. No tenía otra alternativa, si amaba a ese aeroplano y quería verlo vivir en el cielo debía entregárselo a alguien que lo hiciera volar y con frecuencia. Entonces ¿por qué el momento de firmar los papeles me resultó tan triste?
Quizá porque recordé los seis años que habíamos volado juntos. Recordé ese amanecer en Louisiana en que de repente falló todo, cuando la alternativa era elevarse después de rodar treinta metros por la pista o quedar destrozado por un dique de tierra.
Nunca antes se había elevado tan rápido, nunca volvió a hacerlo, pero esa vez ocurrió: rozó el dique y se elevó.
Recordé el día en que recogí el pañuelo en Wisconsin, cuando lo hice aterrizar sobre un terreno duro que yo creí que era sólo hierba. Metí la hélice a 160 kilómetros por hora en la tierra, se rompió un ala y se desprendió una rueda. Pero no quedó reducido a un montón de escombros porque en ese momento volvió a elevarse, giró contra el viento y descendió para realizar el aterrizaje más suave y más corto que habíamos hecho nunca. Las paletas de la hélice golpearon la tierra veinticinco veces y, en vez de capotar o hacer un salto mortal hacia un lado, el biplano rebotó y voló hasta aterrizar suave y blandamente como una pluma.
Recordé los cientos de pasajeros que habíamos llevado a volar desde sus prados rodeados de vacas y que nunca en sus vidas habían visto una granja desde el aire hasta que llegamos el biplano y yo y les dimos la oportunidad de hacerlo, a tres dólares la vuelta.

Me daba pena separarme del avión, a pesar de saber que uno nunca posee nada, porque significaba que ese tipo de vuelo había terminado para mí, porque llegaba a su fin una buena época de mi vida.
El avión que recibí a cambio es un Clip-Wing Cub de 85 caballos que tiene una personalidad completamente diferente a la del biplano: ligero, con 9 metros cuidadosamente recubiertos de dacrón, no se arredra ante el hormigón; al despegar me lleva hasta los 300 metros sobre los árboles, dentro de la extensión de la pista. Se siente feliz realizando acrobacias aéreas, en lo cual el biplano, honestamente, nunca se sintió cómodo.
En todo caso, se trataba de una racionalización; yo seguía sintiendo una gris melancolía y una pensativa tristeza porque el biplano y yo nos habíamos separado y sentía que era culpa mía.
Un día sucedió que, después de practicar toneles lentos sobre el mar, me di cuenta de un hecho muy simple que la mayoría de la gente que ha tenido que desprenderse de un avión siempre descubre. Comprendí que todo aeroplano tiene dos formas de vida distintas. El armazón concreto, el acero y los largueros son un aeroplano. Pero hay un avión subjetivo, que es un aparato totalmente diferente; es aquel con el que hemos compartido aventuras, con el que forjamos esa intensa relación personal. Ese avión es nuestro pasado vivo y tan nuestro como nuestros pensamientos. No se lo puede vender.
El hombre cuyo nombre figura ahora en el registro no posee el biplano que tengo yo, ese que se desliza por un anochecer de verano a un campo de heno en Cook, Nebraska, con el viento murmurando en los cables, con el motor sonando como un suave molino, planeando sobre el camino al final del campo. No posee el sonido de la neblina de Iowa convertida en gotas de lluvia que caen sobre las alas superiores y que golpean el parche de tambor de las alas inferiores y me despierta junto a las cenizas del fuego de la noche anterior. El nuevo dueño no compró los gritos de regocijado terror de las jóvenes pasajeras de Queen City, Missouri, de Ferri, Illinois, de Seneca, Kansas, que descubrieron que en un viejo biplano los descensos pronunciados les producían la misma sensación que saltar desde el techo del granero. El biplano siempre será mío. Él conservará siempre su propio Cub. El cielo me enseñó eso, así como a Sam se lo enseñó su gurú, y ya no necesito sentirme triste.

(*) Richard David Bach, nacido en Oak Park, Illinois, un 23 de Junio de 1936, es un escritor de Estados Unidos. Es ampliamente conocido por sus populares novelas de la década de 1970: «Juan Salvador Gaviota» e «Ilusiones», entre otras. Los libros de Bach exponen su filosofía que, los aparentes límites físicos y mortalidad son solo apariencias. Richard Bach es reconocido por su amor a volar y sus libros relacionados con la aviación. Ha volado como un hobby desde los 17 años.