Un piloto gitano de nuestros días

Por: (*) Richard Bach (del libro “El Don de Volar”)
Publicado por: Prensa OHF

Después de haber abrochado los cinturones de seguridad de los dos pasajeros de la cabina delantera y haber cerrado la pequeña puerta, Stu MacPherson, se acercó un momento a mi parabrisas en medio de la ráfaga de la hélice.

—Tienes dos que vuelan por primera vez y uno está un poco asustado. Asentí con la cabeza, me bajé las gafas y empujé la palanca de gases produciendo una rugiente explosión de sonido y viento.

¡Qué gente tan valiente! Luchan contra el miedo que les infunden todos los titulares sobre accidentes, confian en un avión que ya tiene casi cuarenta años y en un piloto que no han visto en sus vidas, y todo para que durante diez minutos puedan hacer en la realidad algo que sólo habían soñado… volar.

El áspero terreno se sacude bajo las ruedas mientras avanzamos… el timón de dirección un poco hacia la derecha y la tierra es una borrosa mancha verde debajo de nosotros… la palanca de control un poco hacia atrás y cesa el tronar del biplano que se desplaza al ras de tierra…

El aparato brilla al sol y pasa casi rozando las crestas de la hierba, rasgando el tibio aire del verano con su hélice y sus cables, y finalmente elevándose hacia el cielo. Mis valientes pasajeros se miran en medio del rugir del viento y se ríen.

Nos hemos alzado sobre la hierba y más arriba, sobre un campo de maíz, y más arriba aún, por encima de un río cercado por el bosque, perdido en el verano de Illinois.

El pequeño pueblo descansa apaciblemente junto al río y se refresca a la sombra de cientos de frondosos árboles mecidos por la débil brisa que llega desde el agua. El pueblo es un puesto en la retaguardia de la humanidad. Los hombres han nacido, trabajado y muerto allí desde principios del siglo XIX. Y allí está, trescientos metros más abajo, mientras giramos en la brisa, con su hotel, su café, su gasolinera, su partido de béisbol y los niños que venden limonada en los sombreados prados de sus casas.

¿Vale la pena ser valiente para verlo? Sólo los pasajeros pueden responder a la pregunta. Yo sólo manejo el avión. Yo sólo estoy tratando de probar que hoy día puede existir un piloto gitano que se dedique a llevar a la gente a volar.

¡VEA SU PUEBLO DESDE EL AIRE! Son las palabras con que nos presentamos en cientos de lugares. ¡SUBA CON NOSOTROS ALLÍ DONDE SÓLO VUELAN LOS PÁJAROS Y LOS ÁNGELES! ¡VUELE EN UN PROBADO Y AUTÉNTICO BIPLANO DE CABINA ABIERTA, SIENTA EL FRESCO VIENTO QUE SOPLA ALLÁ ARRIBA SOBRE SU PUEBLO! ¡TRES DÓLARES LA VUELTA! ¡LE GARANTIZAMOS QUE NUNCA HA EXPERIMENTADO NADA IGUAL!

A veces con otro aeroplano, a veces sólo el paracaidista y yo en nuestro biplano, habíamos volado de pueblo en pueblo: Wisconsin, Illinois, Iowa, Missouri y nuevamente Illinois. Ferias campestres, fiestas locales y tranquilos días de semana en el verano de Estados Unidos: los frescos pueblos de los lagos del norte y los calurosos pueblos de labranza del sur escuchaban nuestra llamada, una brillante libélula mecánica que llevaba la promesa de nuevas visiones y la posibilidad de mirar más allá del horizonte.

Pero más que nuestros pasajeros, éramos nosotros los que mirábamos por encima del horizonte y descubríamos que al otro lado el tiempo había muerto en el camino.

No es fácil decir exactamente en qué momento el tiempo decidió detenerse en los pequeños pueblos del medio oeste. Pero, evidentemente, los minutos dejaron de perseguirse unos a otros y las cosas renunciaron a cambiar en un momento en que la gente vivía una hora grata, una época feliz. Creo que el tiempo se detuvo algún día de 1929.

Esos enormes árboles del parque están allí como lo habían estado siempre, y también el quiosco de la música, la calle principal con su bordillo alto, el Emporio con su fachada de vidrio y madera tallada —con su letrero de letras doradas y su ventilador de cuatro paletas agitando el aire—, las blancas iglesias de madera, los portales de las viviendas en el crepúsculo, los jardineros podando los setos que limitan las casas, las mismas bicicletas apoyadas contra los mismos escalones pintados de gris. Y volando descubrimos que éramos parte de todo eso, teníamos un lugar en el paisaje, éramos un hilo sin el cual el tejido de la vida del pueblo no habría estado completo. En 1929, los aviadores gitanos invadieron ruidosamente el medio oeste con sus biplanos desconchados que despedían aceite; aterrizaron en campos de heno y en pequeñas franjas de hierba, divirtiendo a cualquiera que estuviese preparado para la diversión, impresionando a cualquiera dispuesto a impresionarse.

El sonido de nuestro motor Wright 1929 encajaba perfectamente en la música de esos pueblos sin tiempo. Incluso los mismos muchachos salían a nuestro encuentro, con los mismos perros de manchas negras corriendo a sus talones

—¡Mira! ¡Un avión de verdad! ¡Tommy, mira! ¡Es de verdad!

—¿De qué está hecho, señor?

—¿Podemos sentarnos en su asiento?

—¡Cuidado, Billy! ¡Vas a romper la tela!

Miradas de respetuoso temor, sin pronunciar una sola palabra.

—¿De dónde vienen?

La más difícil de todas las preguntas. ¿De dónde venimos? Venimos de donde vienen todos los gitanos, de algún lugar al otro lado del horizonte más allá de la pradera. Y cuando nos vayamos desapareceremos al otro lado del horizonte donde siempre desaparecemos.

Pero estamos volando, y mis dos valientes pasajeros han olvidado qué es un titular de un periódico.

Corto gases y el rugir del motor queda reemplazado por un brillante ventilador plateado en el morro del biplano y el sibilante ruido del viento sobre las alas y entre los cables. Ahora viramos sobre el campo en el que aterrizamos y divisamos un grupo de muchachos, un perro y el color oliva pardusco del montón que forman los sacos de dormir y la cubierta de la cabina, y que es el hogar del piloto gitano. Silbando, siseando, virando sobre el campo de maíz… planeando suavemente, y después de un golpe estamos abajo rodando por el áspero terreno a ochenta kilómetros por hora, a sesenta, a treinta, a quince y luego el negro motor revive para llevarnos pesadamente sobre las viejas ruedas al lugar donde todo comenzó. Subo mis gafas y las dejo apoyadas sobre mi casco de cuero.

Antes de que nos detengamos, Stu ya está junto al ala, abriendo la puerta y guiando a los pasajeros hacia tierra firme.

—¿Qué les ha parecido el paseo?

Una pregunta intencionada; ya sabemos que han disfrutado, que a todos les ha gustado volar por primera vez ya desde mucho antes de que el reloj se detuviera en los pequeños pueblos del centro de Estados Unidos.

—¡Estupendo! ¡Un bonito paseo, gracias, señor! —exclaman y al volverse se dirigen a alguno de sus amigos—: ¡Lester, tu casa no es más grande que una mazorca de maíz!

¡Ah, es estupendo! El pueblo es mucho más grande de lo que uno cree. Se puede ver mucho más allá del camino. Realmente es fantástico. Dan, deberías hacerlo.

Mientras el motor petardea suavemente y las palas de la hélice giran con lentitud, Stu lleva a los nuevos pasajeros a la cabina delantera, les abrocha el cinturón de seguridad y cierra la puerta. Bajo mis gafas, empujo la palanca de gases hacia delante y una nueva experiencia empieza para dos personas.

Los días transcurren tranquilos. A mediodía, Stu y yo atravesamos el silencioso pueblo y parece como si estuviésemos en un ingenioso museo. Aquí está la tienda de Franklin con su campanita de bronce colgada en la puerta y su mostrador de vitrina con un arco iris de dulces que esperan para llenar crujientes bolsitas de papel blanco. Aquí están también los estrechos pasillos con sus pisos de angostos listones gastados y esa fragancia en la que se mezclan el olor de la canela, la cristalería, el polvo y los cuadernos.

—¿Qué se les ofrece, muchachos? —pregunta el propietario.

Martin Franklin conoce por su nombre a los 733 habitantes de este pueblo, pero necesitaríamos veinte años para que nos saludara con el mismo tono con que los saluda a ellos, y, aunque nuestro avión viene desde el pasado y espera sólo a 400 metros de la calle Maple, no puede convertir a un piloto y un paracaidista en parte de un pueblo de Illinois. Los pilotos y los paracaidistas nunca son, nunca han sido ni nunca serán parte de ningún pueblo.

Cada uno compra una postal y un sello y cruzamos la desierta y calurosa calle para dirigirnos al Café de Al y Linda.

Nos comemos nuestras hamburguesas, traídas de la cocina cuidadosamente envueltas en un delgado papel blanco, bebemos nuestros batidos de leche, pagamos la cuenta y nos vamos con una sensación de irrealidad, pero seguros de haber visto alguna vez antes el Café de Al y Linda, quizás en algún sueño.

Pero en las últimas horas de la tarde los mundos cambian. Volvemos al callejón sin salida de la calle Maple y a nuestra clase de realidad. Aquí la gente, que no ha cambiado, viene para volver al pasado en nuestro biplano y desde allí mirar los techos de sus casas.

Un verano inmutable. El cielo despejado en la mañana, nubes hinchadas y una lejana tormenta al atardecer. Crepúsculos que cubren la tierra con una neblina de oro que más tarde se apaga lentamente hasta convertirse en negro carbón bajo la pirotecnia de las estrellas.

Un día alteramos nuestro sistema. Salimos de los pueblos que no cambian e intentamos vender nuestros paseos por el aire en una ciudad de 10.000 habitantes. La franja de hierba era un aeropuerto y las paredes de su oficina estaban cubiertas de gráficos y reglamentos. No era lo mismo.

No da resultado. Un biplano volando sobre una ciudad es simplemente otro avión.

En una ciudad de 10.000 habitantes el tiempo marcha lleno de vigor y nosotros somos anacronismos en los que nadie se fija. La gente en el aeropuerto nos mira con curiosidad y no deja de pensar que debe de haber algo ilegal en esto de vender paseos en un avión tan viejo.

Stu, con sus gafas y su casco duro, se pone el paracaídas y se deja caer pesadamente en el asiento delantero y más parece que pensara escalar el Everest en vez de hacer un rápido descenso en una pequeña ciudad de Missouri. El salto es nuestra última esperanza para conseguir pasajeros, y nuestra futura relación con las ciudades depende de su éxito. Subimos en un círculo hasta los 1.200 metros y nivelamos el avión a los 1.350 metros. Abajo las sirenas de las cinco de la tarde suenan por la ciudad indicando que se ha terminado el trabajo del día. Pero no hay sirenas para nosotros. Sólo el constante rugir del viento y el motor mientras tomamos la posición en la que va a saltar.

Stu mira hacia abajo distraídamente y me pregunto qué estará pensando.

Se mueve y al hacerlo comienza un momento incómodo. Entre salto y salto, generalmente hacemos entre setenta y cien paseos y no puedo acostumbrarme a la idea de ver a mi pasajero de la cabina delantera desabrochar su cinturón, abrir la puerta, pararse sobre el ala en medio de una ráfaga de viento, a más de mil metros sobre la tierra. Eso simplemente no se hace, y sin embargo aquí estamos sin otra cosa que un tremendo abismo de aire entre las alas y la tierra y mi amigo cierra cuidadosamente la puerta tras de sí y se vuelve para afirmarse en uno de los soportes del ala y en el borde de la cabina mientras ve aproximarse el blanco.

Al biplano no le gustan esos momentos. Se estremece pesadamente por la resistencia que opone al aire la figura que va sobre el ala. Aprieto con fuerza el pedal para llevar el timón de dirección hacia la derecha y mantenernos derechos en el curso y al mirar sobre mi hombro izquierdo, el estabilizador se sacude. Sentimientos encontrados. Es una caída tremendamente larga, pero ojalá se diera prisa y saltara para salvar el avión.

Por fin el aeropuerto y la ciudad están bajo nosotros. Si sólo consiguiéramos llevar al diez por ciento de los habitantes de esta ciudad, a tres dólares por persona…

Stu salta. El aeroplano deja de estremecerse. Ha desaparecido instantáneamente, con los brazos abiertos en una posición que llama “cruz”. Abandona el ala para dar ese largo paso hacia abajo. Durante la caída, da vueltas pero no abre el paracaídas.

Ladeo bruscamente el avión y bajo el morro para seguirlo, aunque me ha dicho que cae a 190 kilómetros por hora y no tengo ninguna posibilidad de acercarme a él. Ha pasado un buen rato y sigue bajando, una silueta negra en forma de cruz que desciende velozmente contra un fondo de verde y dura tierra.

—Muchacho —le he dicho algunas veces en broma—, si tu paracaídas no se abre, yo

sigo directo al pueblo siguiente.

Realmente cae a gran velocidad. Incluso situado sobre él puedo darme cuenta de que

su velocidad de descenso es fantástica. No se abre el paracaídas. Algo debe de haber

fallado.

—Ábrelo, Stu —dije, y mis palabras fueron barridas por el viento con la misma rapidez con que había desaparecido mi amigo. Las palabras no sirven de nada, nunca las escuchará, pero no puedo evitar decirlas—. Vamos, muchacho, ábrelo.

No va a hacerlo y no lleva uno de repuesto. Su cuerpo mantiene la misma posición, una pequeña cruz negra girando hacia la derecha cayendo a plomo. Es demasiado tarde.

Tiemblo de frío en el cálido aire del verano.

En el último segundo posible, veo que se desprende la conocida manga de despliegue blanca y azul. Pero demasiado lentamente, con una lentitud angustiosa. La manga se agita arrastrada por el aire, el casquete de brillante color naranja se debate impotente y, de pronto, inesperadamente, el paracaídas se abre y se mece suave y sereno como un milano sobre el césped.

Bruscamente me doy cuenta de que el aeroplano desciende a gran velocidad, que el motor ruge, los cables aúllan y la fuerza del viento paraliza los mandos. Modero la velocidad y bajo en un picado en espiral sobre el paracaídas abierto; en medio minuto he quedado a su altura. Le sobraba espacio… ¡Todavía estaba a trescientos metros del suelo!

Giro en torno del vistoso casquete y al paracaidista de gafas que cuelga nueve metros más abajo. Me hace señas y en respuesta balanceo las alas. “Me alegro de que lo hayas logrado, muchacho, pero de todos modos ¿no lo abriste un poco tarde?” Tendré que hablar con él al respecto.

Mantengo mi círculo en el aire mientras él flota hacia abajo. Encoge las rodillas como lo hace siempre en los últimos quince metros, un poco de gimnasia antes del impacto. Y luego parece que en los últimos seis metros cayera bruscamente, como si alguien hubiese pinchado el casquete. Se precipita a tierra y rueda inmediatamente después de tocar el suelo. El casquete espera un largo rato encima de él y luego se posa lentamente como una enorme y luminosa sábana.

Stu ya se ha puesto de pie, recoge el cordaje, me indica que todo ha salido bien y el salto ha terminado.

Balanceo las alas una vez más y luego viro para aterrizar y recoger a los pasajeros que infaliblemente acuden en tropel después de un salto.

Hoy día no nos espera ninguno. Hay una docena de automóviles al borde de la pista, pero nadie da un paso adelante.

Stu enrolla rápidamente su paracaídas y se aproxima a los coches.

—Todavía hay tiempo para volar. El cielo está despejado y tranquilo. ¿Están listos para ver la ciudad desde el aire?

—No.

—Yo nunca vuelo.

—¿Me está tomando el pelo?

—A lo mejor mañana.

Cuando finalmente regresa al biplano, yo estoy estirado a la sombra bajo el ala.

—La gente de esta ciudad debe de tener aerofobia.

—Bueno, ganas a unos y pierdes a otros. ¿Quieres partir esta misma noche o mañana

por la mañana?

—Tú eres el piloto.

Resulta extraño. La ciudad es un lugar diferente, pero eso no es lo raro que tiene porque todos los pueblos que hemos visitado han sido diferentes.

Se trata de un tiempo distinto. Aquí en la ciudad estamos en 1967. El año tiene ángulos y agudas aristas que penetran en nosotros, que nos convierten en seres extraños, fuera de nuestro elemento. El tráfico, zumba en la autopista junto al aeropuerto. Aterrizan y despegan aviones modernos, todos hechos de metal y con amplios tableros llenos de instrumentos, movidos por suaves motores.

Un piloto gitano que se dedique a llevar gente a volar no puede existir en 1967, pero al mismo tiempo existe realmente. Hay lugares que son más diferentes que otros.

—Vámonos.

—¿Adónde?

—Al sur, a cualquier parte. Pero salgamos de aquí.

Media hora más tarde estábamos en el aire, en medio del rugir del motor y de la ráfaga de la hélice. Stu va rodeado de bártulos; nuestro letrero VUELOS POR TRES DÓLARES y la manga blanca y azul de su paracaídas se asoman por el borde de la cabina.

El sol brilla en el lado derecho del estabilizador, por lo tanto, volamos en dirección Sureste. No tiene ninguna importancia en realidad; lo único importante es que lo estamos haciendo.

Y de pronto ahí está. Otro pueblecito con árboles, iglesias con sus torres, un amplio campo hacia el Oeste, un pequeño lago. Un pueblo que no hemos visto nunca antes, pero que conocemos hasta en sus más mínimos detalles. Giramos tres veces sobre la esquina de las calles Maple y Main, para ver a unas pocas personas que levantan la vista y a algunos niños que corren hacia sus bicicletas. Viro hacia el oeste y un momento después, la hélice gira silenciosa mientras corto gases, nuestras viejas ruedas susurran sobre la verde hierba y la tierra vibra con fuerza bajo nosotros.

Stu ya ha sacado el letrero y se dirige hacia el camino al encuentro de los primeros curiosos.

—¡VEA SU PUEBLO DESDE EL AIRE!

Alcanzo a oírlo mientras saco de la cabina nuestros sacos de dormir y la cubierta del motor: su voz me llega claramente en el límpido aire del verano.

—¡SUBA CON NOSOTROS ALLÍ DONDE SÓLO VUELAN LOS PÁJAROS Y LOS ÁNGELES! ¡LES GARANTIZAMOS QUE NUNCA HAN EXPERIMENTO NADA IGUAL!

Estamos de vuelta en nuestro ambiente. Aunque nunca hemos estado allí, hemos vuelto a casa.

(*) Richard Bach:

Es un escritor estadounidense. Es ampliamente conocido por sus populares novelas de la década de 1970: Juan Salvador Gaviota e Ilusiones, entre otras. Los libros de Bach exponen su filosofía de que los aparentes límites físicos y mortalidad son solo apariencias. Bach es reconocido por su amor a volar y sus libros relacionados con la aviación. Ha volado como un hobby desde los 17 años.

Casi todos sus libros tienen relación con el vuelo y los aviones. Su éxito más famoso fue Juan Salvador Gaviota. La espiritualidad es uno de los temas principales de este libro, que fue incluido en una publicación titulada 50 clásicos espirituales, y de libros como Manual del Mesías: Recordatorios para el Alma Avanzada e Ilusiones cuyo título original es Illusions: The Adventures of a Reluctant Messiah, entre otros. Después, trabajó como mecánico de fabricación de aviones y como mecánico de estaciones generadoras de energía eléctrica.

«No pierdas tu pasión por el cielo y te prometo: lo que amas hallará el modo de alzarte de la tierra, muy alto, hasta darte respuestas para todas las preguntas que puedas formular». (El puente hacia el infinito).

«Un diminuto cambio hoy nos lleva a un mañana dramáticamente distinto. Hay grandiosas recompensas para quienes escogen las rutas altas y difíciles, aunque esas recompensas permanezcan ocultas por años». (Uno).

SUS OBRAS:Ajeno a la Tierra (1963) (Stranger to the Ground). Biplano (1966) (Biplane). Nada es azar (1969) (Nothing by Chance). Juan Salvador Gaviota (1970) (Jonathan Livingston Seagull). El don de volar (1974) (A Gift of Wings). Ilusiones (1977) (Illusions: The Adventures of a Reluctant Messiah). Ningún lugar está lejos (1979) There’s No Such Place as Far Away. El puente hacia el infinito (1984) (The Bridge Across Forever): (A Love Story). Uno (1988) (One). Al otro lado del tiempo (1993). Alas para vivir (1995) (Running from Safety). Fuera de mi Mente (2000) (Out of my Mind). Crónicas de los hurones I. En el mar (2002). Crónicas de los hurones II. En el aire (2002). Crónicas de los hurones III. Con las musas (2003). Crónicas de los hurones IV. En el rancho (2003). Manual del Mesías: Recordatorios para el Alma Avanzada (2004) (Messiah’s Handbook: Reminders for the Advanced Soul). Vidas Curiosas: Las Aventuras de las Crónicas del Hurón (2005) (Curious Lives: Adventures from the Ferret Chronicles). Vuela Conmigo (2009) (Hypnotizing Maria). Gracias a tus malos padres (2012) (Thank Your Wicked Parents: Blessings from a Difficult Childhood). Viajes con Puff (2013) (Travels with Puff): (A Gentle Game of Life and Death).

Publicado por prensaohf

Periodista y Corresponsal Naval.

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