Por: (*) Richard Bach (del libro “El Don de Volar”)
Publicado por: Prensa OHF
Sólo pretendía hacer un rizo sencillo allá, muy arriba, lejos de las rutas aéreas, por el gusto de hacerlo. Con el viento desgarrándose en los cables del avión a cientos de kilómetros por hora, levanté el morro del biplano en un pronunciado ascenso primero derecho y después invertido… y luego perdí sustentación y me quedé allí, colgando cabeza abajo del cinturón de seguridad sobre diez mil metros de aire limpio y cristalino. La palanca de control se inmovilizó en mis manos, el aeroplano se dejó llevar mansamente hacia uno y otro lado y luego cayó como un enorme globo desinflado. El polvo y el heno del suelo de la cabina pasaron ante mis gafas y el ruido del viento se transformó en un zumbido extraño, brusco y potente. El aparato se había convertido en un agonizante abejorro de nueve metros.
El morro no hizo ningún esfuerzo especial por apuntar hacia abajo, el motor se detuvo en gravedad cero y por primera vez era el piloto de un avión que caía… como si me hubiesen remolcado y soltado en la mitad del aire.
Al principio me sentí molesto, y luego me inquieté al comprobar hasta qué punto los controles no respondían, y de pronto tuve miedo. Las ideas cruzaron mi mente como balas trazadoras: “No puedo recuperar el control, estoy a una altura suficiente como para salir de esto, pero mi avión se va a estrellar, éste es el rizo más desastroso de mi vida, soy un pésimo piloto, qué significa esta caída, los aviones no se precipitan así, vamos, baja ese morro…”
Durante todo el tiempo, el observador que había detrás de mis ojos lo miraba todo con interés, sin importarle si yo sobrevivía o no. Otra parte de mí, aterrada y al borde del pánico, gritaba: “Esto no es divertido, no me gusta en absoluto. ¿Qué estoy haciendo aquí?”
“¿Qué estoy haciendo aquí?” La pregunta se disparó sola y estoy seguro que, le ha ocurrido a todos los pilotos. Cuando John Montgomery decidió separar su planeador del globo que lo arrastraba por el aire, debió de haber pensado: “¿Qué estoy haciendo aquí?” Cuando Wilbur Wright supo que no podía enderezar las alas del Flyer antes de tocar tierra, cuando los pilotos de prueba descubrieron que el Eaglerock Bullet o el Salmson Skycar no se recuperarían tras quince vueltas de barrena, cuando los pilotos de los aviones correo, perdidos en un mar de neblina, oían cómo el motor se detenía después de haber consumido la última gota de combustible, todos escucharon una aterrada voz interior que les hacía esa pregunta, aunque quizá no hayan tenido tiempo para responderla.
Se dice que todo piloto que nunca ha sentido miedo es un tonto o un mentiroso. Quizás haya excepciones, pero no serán muchas. A mí el miedo me lo producían las barrenas cuando aprendí a volar. Bob Keech se instalaba tranquilamente en el asiento derecho del Luscombe y me decía:
—Hazme una barrena de tres vueltas hacia la derecha.
Yo lo odiaba en ese momento y me ponía tenso como el acero, asustado por lo que me esperaba. Llevaba la palanca de mando hacia atrás y el timón de dirección a la derecha, y mi cara se veía tan demacrada como un jabón reseco. Me aferraba a los mandos y miraba de soslayo para contar las vueltas y finalmente me recuperaba.

Mientras lo hacía pensaba con angustia que sabía lo que me iba a decir. Me iba a decir: “Ahora tres a la izquierda.” Y Keech, sentado allí con los brazos cruzados, me decía:
—Ahora tres a la izquierda.
Sin embargo, la hora transcurría casi sin darme cuenta y de pronto nos encontrábamos descendiendo y preparándonos para aterrizar. Apenas había puesto el pie en el suelo cuando ya había olvidado mi miedo y me sentía desesperado por volver a volar.
“¿Qué estoy haciendo aquí?” El estudiante que realiza un vuelo a campo traviesa escucha la pregunta mientras busca el punto de control con treinta segundos de retraso.
Muchos otros pilotos la oyen cuando el buen tiempo que los rodea deja de ser tan bueno o cuando el motor se salta una revolución o la temperatura del aceite sube un poco o baja un poco.
Una cosa es sentarse cómodamente en los sillones de un despacho y hablar de lo maravilloso que es volar y otra completamente distinta es encontrarse en el aire con el parabrisas cubierto de aceite porque el motor ha estallado y el único sitio en el que puedes aterrizar es ese pequeñísimo campo de heno, con una verja en el extremo, ahí abajo, sobre la cima de la colina.
Cuando me ocurrió a mí, hubo un continuo diálogo durante todo el trayecto a tierra, o más precisamente, dos monólogos. Una parte de mí estaba concentrada en llegar a la aproximación final, mantener la velocidad adecuada, cortar las magnetos y el combustible, ver el mejor modo de planear, ladearse y descender porque estoy a demasiada altura… La otra parte parlotea aterrada:
—¿Ves? Tienes miedo, ¿verdad? Has volado en todos esos aviones y crees que te gusta volar, ¡pero ahora tienes miedo! Primero temías que se hubiese incendiado el motor y ahora crees que no vas a alcanzar a aterrizar, ¿verdad? Eres un cobarde, eres pura fachada y palabrería. ¡En este momento no te sientes feliz y desearías estar en tierra y tienes miedo!
Ese día conseguí aterrizar de forma bastante aceptable, con la hélice parada y el avión cubierto de manchas de aceite que tenían la extraña belleza de los líquidos que sopla el viento, y me sentí orgulloso de haber tocado tierra sin un rasguño. Pero incluso mientras me felicitaba por mi aterrizaje, no podía dejar de recordar esa voz acusadora que decía que había estado muy asustado, y tuve que reconocer con inquietud que tenía razón. Pero, con o sin miedo, ahí estaba el avión sobre el campo de heno sin haber sufrido ningún daño. Se supone que no hay una respuesta para la pregunta “¿Qué estoy haciendo aquí?”. La voz que interroga espera que contestemos sin pensar: “No debería estar aquí por ningún motivo. Es un error que el hombre intente volar, y si salgo vivo de ésta no seré tan tonto como para volver a hacerlo.” La voz sólo se siente satisfecha cuando no hacemos absolutamente nada, cuando estamos total y completamente ociosos. Es la voz de la paradoja, de la autoconservación llevada hasta el extremo, hasta la muerte.
La manera de hacer que el tiempo transcurra lentamente consiste en aburrirse completamente. Aburridos, los minutos parecen meses y los días tardan años en pasar.

Para vivir la vida más larga posible debemos sentarnos en una habitación vacía y gris, y pasar los años sin esperar nada. Sí, ése es el tipo de vida que la voz nos pide que escojamos: permanecer en este cuerpo y en esta habitación todo el tiempo que podamos.
Sin embargo, hay otra respuesta para “Qué estoy haciendo aquí”, una respuesta que no se espera que encontremos… “Vivo”.
¿Recuerda, cuando era niño, el desafío que representaba el trampolín más alto de la piscina? Llegaba el momento, después de días de mirarlo, en que finalmente subía por los húmedos y fríos escalones. Era un lugar altísimo y el agua parecía estar 300 metros más abajo. Quizás en ese momento escuchara la voz que decía: “Qué estoy haciendo aquí? ¿Cómo se me ocurrió subir a este sitio? Quiero volver a un lugar seguro.” Pero había sólo dos maneras de bajar: por los escalones hacia la derrota o zambullirse y conseguir la victoria. No había otra elección posible. Quédese allí todo el tiempo que quiera, pero tarde o temprano tendrá que elegir.
Se paró al borde, tiritando bajo el cálido sol, mortalmente asustado. Finalmente se inclinó demasiado hacia adelante, ya era muy tarde para echarse atrás, y saltó. ¿Lo recuerda? ¿Recuerda la alegría que lo lanzó de vuelta a la superficie y lo hizo aparecer chorreando agua como una marsopa y gritando “¡hurra!” En ese momento había conquistado el trampolín alto y todo el día subió escalones y se zambulló sólo por gusto.
Subiendo a miles de trampolines, vivimos. En mil zambullidas, venciendo el miedo, nos convertimos en seres humanos.
Ése es el atractivo, ése es el canto de sirena del vuelo: piloto, volar es tu posibilidad de destruir miedos en gran escala, en una altísima y hermosa región. La respuesta para cada miedo, ya se trate de un trampolín o de una barrena de tres vueltas, está en saber.
Sé cómo llevar mi cuerpo cuando abandona el trampolín para que el agua no me haga daño. Sé cómo el ala se detiene y el timón la obliga a girar. Sé que el mundo se convertirá en un borroso remolino verde y que los controles lucharán contra mi mano.
Sé que será difícil empujar el otro pedal para cambiar la dirección del timón y recuperarme, pero sé que puedo hacerlo y que la barrena terminará en seguida. Y sabiendo no pasará mucho tiempo antes de que me eleve muy alto y haga barrenas por el gusto de hacerlas.
Sólo lo desconocido nos da miedo. Cuando las nubes descienden sobre nosotros, por ejemplo, no sentimos temor si tenemos a la vista un campo en el que podemos aterrizar. Tememos los cielos encapotados sólo cuando lo desconocido nos espera abajo… campos, colinas y las copas de los árboles, cuando no hemos aterrizado nunca en campos, colinas o árboles. Pero, si lo hemos hecho durante años, sabemos qué debemos buscar y cómo controlar nuestro avión hasta el último momento; entonces aterrizar sobre la hierba no nos asusta más que hacerlo sobre dos kilómetros de hormigón.
La vida, dicen algunos, es una posibilidad de conquistar el miedo, y todo miedo es parte del miedo a la muerte. El alumno que se aferra a los controles con inquietud siente temor a la muerte. El instructor que junto a él le dice:
—No te preocupes. Relájate. ¿Ves? Puedes soltar el mando y el avión vuela como una pluma. Y le está probando que la muerte no está cerca.

Todo piloto ha comenzado conquistando sus temores en un espacio de vuelo reducido. Al principio teníamos un conocimiento de nosotros y de nuestros aviones que sólo nos permitía volar por el circuito de tráfico en días de sol. Luego aprendimos más y nos trasladamos al área de prácticas y luego al mundo y a las nubes y la lluvia, sobre mares y desiertos, sin temor porque sabemos controlarnos y controlar nuestros aviones.
Crecemos para llegar a convertirnos en seres humanos y sólo tenemos miedo cuando perdemos el control.
Aprendimos a evitar las situaciones en que esto se podía producir, lo que equivale a decir que empezamos a vencer la estupidez. “Evite las Tempestades de Truenos” es un axioma que la mayoría de los pilotos acepta sin intentar probar. “Nunca Deje Su Vida En Manos De Un Motor” es uno que recibe menos atención y que es a menudo ignorado por aquellos que nunca han oído cómo un motor se detiene en pleno vuelo.
Esos pilotos que vuelan sin paracaídas, a campo traviesa, en oscuras noches, sobre un espeso mar de neblina, no sospechan dónde podrían aterrizar si les falla el motor, y sin saberlo no tienen la más mínima posibilidad de impedir un accidente.
Comprobar que a un motor moderno garantizado, revisado y aprobado se le rompe el eje del cigüeñal o le fallan las bombas o se le acaba la gasolina cuando el indicador del depósito señala que está lleno produce una terrible sensación de vacío. La sensación es mucho peor cuando no se ve dónde aterrizar, pero lo es más todavía si no puede saltar en paracaídas y llega a la extrema desesperación cuando uno descubre que está atrapado y es un impotente pasajero de su propio avión.
Es cierto que hay cientos de pilotos que vuelan sin temor, en medio de oscuras noches y sobre kilómetros de neblina, pero su tranquilidad no proviene del saber y del control sino de una fe ciega en ese conjunto de piezas de metal que es un motor. Ese temor no ha sido vencido sino simplemente ocultado por el ruido de esa fábrica de energía. Cuando se silencia durante un vuelo, aparece el miedo, más fuerte que nunca.
No es la garantía del aparato ni el cumplimiento de las reglas lo que determina nuestra seguridad en el aire, sino lo bien que podemos manejar un avión.
Me han llamado imprudente por llevar pasajeros desde despejados y amplios campos de heno, y cobarde por negarme a despegar de una estrecha pista frente a bosques y colinas, loco irresponsable por recoger pañuelos con la punta del ala, excesivamente cauto por decidir no volar de noche sin paracaídas. De todos modos, pienso que el miedo debe ser conquistado en un justo combate y no ignorado ni ocultado tras ilusas pretensiones de que los motores nunca se paran. Miedo, miedo, eres un duro enemigo.
El biplano cayó del cielo vibrando y sacudiéndose. “¿Qué estoy haciendo aquí?”, gritó la voz. Necesité un segundo para responder. “Vivo. Y saltaré si no he nivelado el vuelo cuando lleguemos a los 600 metros. A los 600 metros soltaré el cinturón de seguridad y saltaré, me distanciaré del avión y tiraré de la cuerda. Es una pena perder un avión porque no puedo hacer un simple rizo. Nunca lograré olvidarlo”.
Lentamente, como una enorme caja fuerte flotante, el morro del biplano se inclinó. Comenzaron a disminuir ligeramente las sacudidas y se suavizó la ráfaga de viento.
Quizás…

Volamos 600 metros apuntando directamente hacia abajo; una vez más dominaba la situación, el motor hizo una explosión, se sacudió y empezó a funcionar. “Vaya, vaya —dijo la voz—, esta vez casi no lo cuentas y estabas asustado como una rata. Muerto de susto. Este asunto de volar no es para ti, ¿verdad?”
Subimos nuevamente hasta los 900 metros, bajé el morro hasta que el viento se desgarró a cientos de kilómetros por hora ululando entre los cables del avión y esta vez con un buen tirón hacia arriba hicimos un hermoso rizo el biplano y yo, y luego otro y otro.
¿Qué estamos haciendo aquí? Venciendo el temor a la muerte, por supuesto. ¿Qué hacemos en el aire? Podríamos decir que practicando lo que significa estar vivo.

(*) Richard Bach:
Es un escritor estadounidense. Es ampliamente conocido por sus populares novelas de la década de 1970: Juan Salvador Gaviota e Ilusiones, entre otras. Los libros de Bach exponen su filosofía de que los aparentes límites físicos y mortalidad son solo apariencias. Bach es reconocido por su amor a volar y sus libros relacionados con la aviación. Ha volado como un hobby desde los 17 años.
Casi todos sus libros tienen relación con el vuelo y los aviones. Su éxito más famoso fue Juan Salvador Gaviota. La espiritualidad es uno de los temas principales de este libro, que fue incluido en una publicación titulada 50 clásicos espirituales, y de libros como Manual del Mesías: Recordatorios para el Alma Avanzada e Ilusiones cuyo título original es Illusions: The Adventures of a Reluctant Messiah, entre otros. Después, trabajó como mecánico de fabricación de aviones y como mecánico de estaciones generadoras de energía eléctrica.
«No pierdas tu pasión por el cielo y te prometo: lo que amas hallará el modo de alzarte de la tierra, muy alto, hasta darte respuestas para todas las preguntas que puedas formular». (El puente hacia el infinito).
«Un diminuto cambio hoy nos lleva a un mañana dramáticamente distinto. Hay grandiosas recompensas para quienes escogen las rutas altas y difíciles, aunque esas recompensas permanezcan ocultas por años». (Uno).
SUS OBRAS:
Ajeno a la Tierra (1963) (Stranger to the Ground). Biplano (1966) (Biplane). Nada es azar (1969) (Nothing by Chance). Juan Salvador Gaviota (1970) (Jonathan Livingston Seagull). El don de volar (1974) (A Gift of Wings). Ilusiones (1977) (Illusions: The Adventures of a Reluctant Messiah). Ningún lugar está lejos (1979) There’s No Such Place as Far Away. El puente hacia el infinito (1984) (The Bridge Across Forever): (A Love Story). Uno (1988) (One). Al otro lado del tiempo (1993). Alas para vivir (1995) (Running from Safety). Fuera de mi Mente (2000) (Out of my Mind). Crónicas de los hurones I. En el mar (2002). Crónicas de los hurones II. En el aire (2002). Crónicas de los hurones III. Con las musas (2003). Crónicas de los hurones IV. En el rancho (2003). Manual del Mesías: Recordatorios para el Alma Avanzada (2004) (Messiah’s Handbook: Reminders for the Advanced Soul). Vidas Curiosas: Las Aventuras de las Crónicas del Hurón (2005) (Curious Lives: Adventures from the Ferret Chronicles). Vuela Conmigo (2009) (Hypnotizing Maria). Gracias a tus malos padres (2012) (Thank Your Wicked Parents: Blessings from a Difficult Childhood). Viajes con Puff (2013) (Travels with Puff): (A Gentle Game of Life and Death).