Del libro “El Don de Volar”: Una chica de hace mucho tiempo

Por: Richard Bach – Para: Prensa OHF

—Quiero ir contigo.

—Va a hacer frío.

—De todas maneras quiero ir.

—Y haber viento y grasa y tanto ruido que ni siquiera vas a poder pensar.

—Lo sé. Desearé no haberlo hecho nunca; pero quiero ir contigo.

—Y por las noches tendrás que dormir bajo el ala y soportar las tempestades y la lluvia y el barro. Además, comerás en pequeños cafés de pueblo.

—Lo sé.

—Y no se permiten quejas. No puedes quejarte ni una sola vez.

—Lo prometo.

Y así, después de pasar sin decidirse durante un número de días que no recuerdo, mi esposa me dijo que quería acompañarme en la cabina de mi biplano 1929, en un vuelo en el que proyectaba cruzar 5.600 kilómetros del erizado oeste norteamericano: desde la Pradera hasta las colinas bajas de Iowa y luego de regreso a California a través de las Montañas Rocosas y la Sierra Nevada.

Nada me obligaba a realizar el vuelo. Una vez al año, cientos de ruidosas y lentas máquinas, antigüedades salidas de viejos cielos, se dirigen por una semana a un campo aéreo cubierto de césped en la mitad del verano de Iowa. Un lugar donde los pilotos conversan de alegrías, de lona y barniz, y de penas rociadas con aceite, felices de encontrarse con amigos tan locamente enamorados de los aviones como ellos. Esta gente forma una verdadera familia, y yo era uno de ellos. El encuentro iba a tener lugar y ésa era la única razón que necesitaba para acudir allí.

Para Bette era más difícil. Mientras se preocupaba de buscar quién se ocupara de los niños durante esas dos semanas, tenía que admitir que iba a realizar el vuelo porque realmente quería ir, porque iba a ser entretenido, porque podría decir que lo había hecho. Se necesitaba coraje para eso, por supuesto, pero yo no podía dejar de preguntarme si acaso lo conseguiría, y estaba convencido de que ella no tenía idea de lo que iba a ser ese viaje.

Yo había realizado un largo trayecto en el biplano al traerlo a Los Ángeles desde Carolina del Norte, una semana después de habérselo comprado a un coleccionista de aviones antiguos. Durante ese vuelo tuve un pequeño accidente: un fallo de motor, tres días de frío glacial y dos días por el desierto con un calor que hacía que la temperatura del motor subiera hasta el límite. Había batallado con vientos que hacían retroceder el avión y en un momento dado había tenido que volar a tan poca altura, bajo las nubes, que mis ruedas rozaban las copas de los árboles. En ese vuelo me habían sobrado las preocupaciones y lo había hecho solo, y en este que hacía con mi esposa iba a recorrer 1.600 kilómetros más.

Una dama de vuelo de 1919.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —le pregunté, mientras sacaba el avión del hangar y el sol encendía en el cielo la primera débil luz del amanecer.

Ella, con mucha concentración, levantaba los sacos de dormir y sumaba un último artículo a nuestro equipo de emergencia.

—Sí; estoy segura —respondió, con aire ausente.

Yo tengo que reconocer que abrigaba una feroz curiosidad por ver cómo se las arreglaría en esta aventura. Ninguno de nosotros siente demasiado interés por acampar al aire libre o despreciar ciertas comodidades; nos gusta leer, ver de vez en cuando una obra de teatro y, como yo fui piloto de la Fuerza Aérea, nos gusta volar. Yo disfruto en mi avión, pero le tengo un tremendo respeto. Sin ir más lejos, el día anterior había terminado de repararle el motor por quinta vez en otros tantos meses. Esperaba que a esa altura ya le hubiese reparado todos los posibles fallos, pero con todo decidí volar de modo que siempre pudiera deslizarme a algún tipo de terreno plano si el motor volvía a fallar. No tenía ninguna seguridad de que fuésemos a llegar a Iowa, las probabilidades eran cincuenta y cincuenta.

Ninguna de estas cosas la hizo cambiar de parecer. Mientras hacía girar la manivela del viejo motor y éste arrancaba en medio de un humo azul y un ruido ensordecedor, y mientras verificaba los instrumentos y lo dejaba calentarse, pensaba: “Ahora sabré exactamente con qué clase de mujer me casé hace siete años.” Para Bette, instalada en la cabina abierta, con su cinturón amarrado, vestida con un traje de vuelo de 1929, bajo un enorme y peludo abrigo que ya empezaba a sentir el azote de la ráfaga de viento que lanzaba la hélice, la prueba había comenzado.

Una hora y media más tarde, con dos grados bajo cero de temperatura, se nos unieron otros dos aviones, ambos monoplanos de cabina cerrada, ambos, lo sabía, con calefacción. A 1.500 metros de altura y 140 kilómetros por hora, me aproximé a los aparatos de mis amigos y les hice un saludo. Me alegraba de verlos allí. Si me fallaba el motor, no estaríamos solos.

Volando a poca distancia de los monoplanos, podía ver que las esposas vestían blusas y faldas. Yo tiritaba bajo mi bufanda y mi chaqueta de cuero y, en medio del aire de la mañana, me preguntaba si Bette lamentaba ya su decisión.

Aunque nuestras cabinas estaban apenas a un metro de distancia, el viento y el motor rugían con tal furor en derredor nuestro que ni siquiera se oiría un grito. No llevábamos radio ni ningún sistema de intercomunicación. Cada vez que teníamos que

decirnos algo usábamos un lenguaje de signos o nos pasábamos un trozo de papel ajado por el viento con palabras garabateadas a saltos.

En ese momento en que tiritaba y me preguntaba si mi abrigada esposa estaba ya dispuesta a reconocer que todo había sido un lamentable error, la vi coger el lápiz. Aquí viene, pensé, y traté de adivinar cómo lo diría. Escribiría “Abandonemos”, así como así.

O “No soporto el frío.” Nuestro aliento eran blancas bocanadas de escarcha que desaparecían instantáneamente por la borda. O sólo “Lo siento.” Depende de cómo soporte el frío y el azote del viento. Alcanzaba a ver que su parabrisas había recibido una rociada de grasa de la caja de balancín del motor y la vi también sobre sus gafas cuando se volvió para entregarme la nota. Sus pequeños dedos enguantados se alargaron desde la enorme manga peluda. Sosteniendo la palanca de mando entre las piernas, me incliné para tomar el trozo de papel doblado. Estábamos sólo a 240 kilómetros de casa y podía llevarla de vuelta en dos horas.

Moda de vuelo, pero de 1919.

Había escrito una sola palabra: “¡DIVERTIDO!”, con una cara sonriente dibujada al

lado.

Me observó mientras leía y cuando levanté la vista, sonrió. ¿Qué puede hacer uno con una esposa así? Devolví la sonrisa, me toqué el casco de cuero con el guante e hice un saludo.

Tres horas después, tras haber parado brevemente a repostar combustible, nos hallábamos en el centro del desierto de Arizona. Era casi mediodía, e incluso a 1.500 metros el viento estaba caliente. El abrigo de Bette estaba amontonado en el asiento junto a ella, con un extremo azotado por la caliente ráfaga de la hélice. Una milla más abajo y hasta donde llegaba nuestra visión, se encontraba el significado de la palabra “desierto”: áridos montones de rocas desiguales, kilómetros y kilómetros de arena, total y completamente vacíos.

Una vez más me alegré de tener compañía. Si el motor decidía fallar en ese momento, no sería difícil aterrizar en la arena sin siquiera dañar el aparato. Pero allá abajo ondulaba un calor abrasador y pensaba agradecido en la cantimplora que habíamos colocado en nuestro equipo de emergencia.

Y de pronto, en acción retardada, una idea me golpeó con toda su fuerza. ¿Con qué derecho llegué siquiera a pensar en la posibilidad de que mi esposa viajara en esa cabina delantera? Si el motor se detenía, se encontraría a 800 kilómetros de su hogar y sus hijos, detenida junto a un diminuto biplano en el centro del desierto más grande de América en medio de la arena y las serpientes, bajo un calcinante sol blanco y sin una brizna de hierba ni una rama de árbol por ningún lado. ¿Qué clase de marido ciego, atolondrado e irresponsable era yo, que permitía a esa chica, mi propia esposa, verse expuesta a eso? Mientras me revolvía furioso contra mí mismo, Bette miró hacia atrás e hizo con la mano el signo correspondiente a “montaña”, todos los dedos juntos señalando hacia arriba. Luego frunció el entrecejo por encima de su signo para indicarme que se trataba de una montaña bastante impresionante e indicó hacia abajo.

Tenía razón. Pero la montaña era sólo un poco menos impresionante que el resto del árido paisaje que nos rodeaba.

Sin embargo, al mirar la tierra descubrí que tenía derecho a llevarla allí. Con aquel signo, la esposa que había tratado de cobijar y proteger durante siete años comenzaba a descubrir su país tal como era. Mientras pudiera mirarlo así, con alegría en vez de temor, con gratitud en vez de angustia, tenía derecho a mostrárselo. En ese momento, me sentí feliz de que me hubiese acompañado.

Arizona empezó a alejarse y el desierto, un poco a pesar de sí, dio paso, pulgada a pulgada, a tierras más altas y a algunos pinares. Y luego se rindió precipitadamente ante enormes bosques de pinos y pequeños ríos y algunos solitarios prados con apartadas casas.

El biplano navegaba suavemente por el cielo, pero yo estaba preocupado. La presión del aceite en el motor no funcionaba bien. Lentamente disminuyó de 60 a 47. Seguía dentro de los límites, pero me inquietaba, porque en un aeroplano la presión del aceite debe ser algo muy regular.

Bette se había quedado dormida en la cabina delantera dejando que el viento rozara su cabeza mientras descansaba sobre un montón formado por el peludo abrigo. Me alegré de que estuviese dormida y me concentré en diagramas mentales del interior del motor, tratando de imaginar cuál podría ser el problema. Luego, a 600 metros de altura, el motor se detuvo. El silencio resultó tan anormal que Bette se despertó y miró hacia abajo en busca del aeropuerto en el que debíamos estar aterrizando.

Para darle realce al relato de Richard Bach, hemos incluido una foto del Aeroclub Mar del Plata.

No había ninguno. Nos encontrábamos a 80 kilómetros del más próximo. Y mientras más trabajaba en el motor moviendo el selector del combustible y conectando interruptores de encendido, más me daba cuenta de que nunca llegaríamos a un aeropuerto.

El biplano comenzó a bajar velozmente y yo mecí las alas para indicar a nuestros amigos que teníamos dificultades. Se volvieron de inmediato hacia nosotros, pero no podían hacer nada aparte de vernos descender.

Por todos lados las montañas se veían cubiertas de bosques. Nos deslizamos hacia un estrecho valle y en un extremo divisamos una casa y un prado cercado. Viré en dirección a él; era la única franja de tierra pareja en la región.

Bette se volvió hacia mí y levantó las cejas. No parecía asustada. Con un gesto le indiqué que todo iba bien y que íbamos a aterrizar sobre la hierba. Estaba dispuesto a permitirle que se asustara, porque si hubiera estado en su lugar me habría ocurrido lo mismo. Para ella era el primer aterrizaje forzoso, para mí el sexto. Una parte de mí mismo se detuvo a observarla críticamente, a descubrir cómo tomaba este fallo del motor, este suceso que, según lo que ella había aprendido a través de los periódicos, concluía en un gigantesco y fatal accidente, y grandes titulares.

Había dos franjas, una al lado de la otra. Elegí la que me pareció más pareja y me deslicé en un último círculo para aterrizar. Bette apuntó hacia la otra franja y levantó las cejas con una interrogación. Respondí que no con un gesto. Sea lo que sea lo que me estés preguntando, Bette, la respuesta es no. Sólo déjame aterrizar y después hablaremos.

El biplano descendió velozmente, perdiendo altura con mucha rapidez, pasó por encima de la cerca y cayó con fuerza a tierra. Saltó una vez y volvió a caer, sacudiéndose con estrépito por el áspero y duro terreno. Esperaba que no hubiese algunas vacas ocultas; alcanzaba a ver alguna en la falda de la colina. A los pocos segundos, el problema de las vacas era sólo teórico porque nos habíamos detenido. Había un tremendo silencio y me quedé esperando el primer comentario de mi esposa después de su primer aterrizaje forzoso. Traté de adivinar lo que me diría: “Así termina nuestro viaje a Iowa.” “¿Dónde está el ferrocarril más próximo?” “¿Qué vamos a hacer ahora?” Esperé.

Se subió las gafas hacia la cabeza y sonrió.

—¿No viste el aeródromo?

—¿Qué?

—El aeródromo, querido. Una pequeña pista ahí al lado, ¿no la viste? Tiene una

manga para indicar el viento y todo. —Bajó de la cabina con un salto y señaló—. ¿Ves?

En efecto, había una manga. Sólo me consolaba el hecho de que la pista de tierra se veía más corta y desigual que el prado sobre el que habíamos aterrizado.

La parte de mí mismo que estaba observando, examinando y calificando a mi esposa, y que en ese momento era el total de mí mismo, no resistió más y se echó a reír a carcajadas. Estaba ante una chica a la que no conocía, que no había visto nunca antes, una hermosa muchacha con el pelo revuelto y un borde de aceite alrededor de los ojos que, señalaba donde habían estado las gafas, y que me sonreía con expresión traviesa.

Biplanos Stearman en vuelo en EE.UU.

Nunca he quedado tan fascinado por alguien como me ocurrió con esa increíble muchacha esa tarde.

No tenía palabras para decirle lo bien que había aprobado el examen.

En ese momento yo había dado por terminada la prueba y arrojado el libro de calificaciones.

Durante un segundo todo pareció estremecerse, mientras nuestros compañeros volaban encima de nosotros. Les hicimos señas para indicarles que nos encontrábamos bien y que el biplano no había sufrido daños. Dejaron caer un mensaje en el que nos decían que si hacíamos una señal aterrizarían. Les hice un gesto para que se fueran.

Estábamos bien. Yo tenía en Phoenix algunos amigos aficionados a los aviones antiguos que podrían ayudarme a reparar el motor. Los monoplanos volaron a poca altura una vez más, mecieron las alas y desaparecieron hacia el Este por las montañas.

Esa noche, después de arreglar el motor, saludé a la hermosa joven que viajaba en la cabina delantera de mi avión. Extendimos nuestros sacos de dormir en la helada oscuridad, juntamos nuestras cabezas, miramos el resplandeciente y vertiginoso centro de nuestra galaxia y hablamos sobre cómo se siente una criatura que vive a la orilla de tantos soles.

Mi biplano me había llevado de vuelta a su propio año, a 1929, y esas colinas que nos rodeaban eran de 1929, y también aquellos soles. Supe lo que sentían los que viajaban en la máquina del tiempo y se alejaban sin rumbo hacia los años anteriores a su nacimiento y allí se enamoraban de una joven y esbelta mujer de ojos oscuros que lleva casco y gafas de aviadora. Sabía que nunca volvería a mi verdadera época. Esa noche, dormimos, la extraña joven y yo, al borde de nuestra galaxia.

El biplano continuó su vuelo por Arizona y Nuevo México sin la compañía de los monoplanos. Fueron vuelos largos y duros: cuatro horas en la cabina, un momento para comer un sandwich, para repostar combustible y un cuarto de galón de aceite y volver a enfrentar el cielo. Esas notas maltratadas por el viento que me alcanzaba mi esposa mostraban una mente tan despierta e inteligente como su cuerpo, provenían de una muchacha que mira un mundo nuevo con los ojos deslumbrados por lo que ha visto.

”El globo rojo del sol se asoma por encima del horizonte al amanecer como si un niño lo hubiese dejado escapar.”

“En las mañanas los rociadores de los prados son plumas blancas cuidadosamente entretejidas.”

Eran las cosas que yo había visto en diez años de vuelo y nunca había observado hasta que otra persona que tampoco las había visto antes las capturara en un trozo de papel y me las devolviera.

“La configuración irregular de las haciendas de Nuevo México paulatinamente da paso a la distribución, de tablero de ajedrez, de Kansas. Las cumbres de Tejas pasan de incógnito bajo el ala. Ni siquiera un toque de trompeta o un pozo de petróleo para señalarlo.”

«Una dama de hace tiempo».

“Maizales de horizonte a horizonte. ¿Cómo puede el mundo comer tanto maíz? Copos de maíz, pan de maíz, maíz cocido, maíz picado, crema de maíz, budín de maíz, harina de maíz, maíz, maíz.”

Y de vez en cuando, durante el vuelo, una pregunta práctica: “¡Quiero saber por qué volamos hacia la única nube que hay en el cielo!” La respuesta fue un encogimiento de hombros y ella se volvió para continuar mirando y pensando.

“No parece tan entretenido mirar pasar un tren si uno puede ver al mismo tiempo la locomotora y el furgón de cola.”

Una de las ciudades de la llanura se movió majestuosamente hacia nosotros adelantándose desde un horizonte que era como un océano.

“¿Qué ciudad es ésa?”, escribió.

Formé el nombre con los labios.

“¿Hominy?”, anotó y puso el papel frente a mi parabrisas. Sacudí la cabeza y repetí la

palabra. “¿Homlick?”

Lo repetí varias veces, mientras el viento de la hélice arrebataba la palabra.

“¿Amandy?”

“¿Almondic?”

“¿Albany?”

“¿Abany?”

Seguí repitiendo el nombre, cada vez con mayor rapidez. “¡Abilene!”

Asentí y ella se asomó a un lado de la vida para mirar la ciudad; ahora ya podía inspeccionarla.

El biplano voló durante tres días hacia el Este, satisfecho de haberme llevado de vuelta a su época y presentando a esa inteligente joven. El motor no volvió a detenerse y

no vaciló en ningún momento, ni siquiera cuando lo sorprendió la lluvia en las últimas millas antes de llegar a Iowa.

—¿Vamos a acompañar esta tormenta hasta Ottumwa?

Yo sólo podía asentir y limpiar mis gafas.

Durante el encuentro, volví a ver amigos de todo el país, con mi esposa callada y feliz a mi lado. Habló poco, pero escuchó con atención y sus penetrantes ojos no se perdieron nada. Parecía feliz de que el viento de medianoche jugara en su cabello.

Cinco días después emprendíamos el camino de vuelta a casa. En alguna parte de mí se ocultaba el temor de volver a una esposa a la que ya no conocía. ¡Cómo hubiese preferido quedarme y vagar por el país en compañía de esa joven!

“Un encuentro entre pilotos —decía la primera nota cuando ya hacía horas que habíamos salido de Iowa y nos hallábamos sobre las llanuras de Nebraska—, es una comunicación entre individuos: adónde han ido, qué han hecho, qué han aprendido, cuáles son sus planes para el futuro.”

Aviadora de 1919 (Foto: alamy).

Y luego se quedó en silencio durante largo tiempo mirando los dos biplanos que volvían al Oeste y que junto con nosotros volaban todas las tardes hacia un crepúsculo en llamas.

Llegó la hora, como sabía que tendría que suceder, en que habiendo cruzado llanos y montañas y una vez más el desierto, los dejamos lanzando su desafío silenciosamente al cielo. Su última nota decía: “Creo que Estados Unidos serían un lugar más feliz si a cada ciudadano, al llegar a los 18 años, se le regalara un tour aéreo de todo el país.”

Los otros biplanos hicieron sus señales de despedida y se alejaron de nosotros con una rotura en picado, en dirección hacia sus aeropuertos. El viaje había terminado.

Después de dejar al biplano en el hangar, nos subimos al coche y volvimos en silencio a casa. Me sentía triste, de la misma manera como cuando cierro un libro y debo despedirme de una heroína a la que he llegado a amar; ya sea real o imaginaria, siento el deseo de pasar más tiempo con ella.

Estaba sentada en el coche junto a mí, pero dentro de pocos minutos todo habría terminado. Peinaría cuidadosamente su cabello de medianoche, lejos del viento y de la ráfaga de la hélice, para convertirse una vez más en el centro de las exigencias de sus hijos. Volvería a su mundo protegido, un mundo de rutina que no le pide que mire con ojos perspicaces o que se asome a contemplar las montañas del desierto o que luche contra orgullosas tempestades de viento. Una rutina que no ha visto nunca la otra mitad del arco iris.

Pero el libro no había quedado totalmente cerrado. Destellando de repente, en uno u otro lugar, en momentos extraños e inesperados, la joven que descubrí en 1929 y que amé antes de nacer, me mira traviesa, y hay una débil huella de aceite alrededor de sus ojos. Pero desaparece antes de que yo pueda hablarle, antes de que pueda cogerle la mano y decirle que espere.

Vuelo de Biplanos Juan Carlos Parini
Un resumen del vuelo de los biplanos del Club Yvytu. Sábado 15 de Febrero 2020. En el marco del Aero Festival Yvytu 2020. San Bernardino – Paraguay.

Publicado por prensaohf

Periodista y Corresponsal Naval.

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