Por: (*) Dr. Jorge R. Bóveda – Publicado en el Boletín del Centro Naval N° 851
Para: Prensa OHF
Los dos conceptos de cultura, institucional y estratégica, no son mutuamente excluyentes y, en ocasiones, como en la crisis por las Islas Malvinas de 1982, cabe preguntarse si el primero influenció el accionar del Estado cuando el Almirante Jorge Isaac Anaya intervino en el proceso que llevó a la Junta Militar (JM) a optar por recuperar, por la fuerza, el archipiélago el 2 de abril.

La decisión de la República Argentina de recurrir a la fuerza constituyó un fenómeno totalmente anómalo e inesperado.
En primer lugar, rompía con el énfasis que los gobiernos anteriores habían puesto en el proceso de negociación, tal como había ocurrido cuatro años antes con el diferendo con Chile. En aquella oportunidad, el Almirante Lambruschini, antecesor de Anaya, se había pronunciado por una actitud conciliadora con el país trasandino, posición que fue respaldada enseguida por los otros miembros de la Junta. Ese acto de madurez intelectual cobra mayor relevancia aún si se tiene presente que esa posición no estaba en total armonía con la difundida intransigencia imperante en las otras fuerzas, donde muchos (léase algunos oficiales superiores del Ejército) veían con buenos ojos una guerra con el país vecino.
En segundo lugar, las relaciones argentinas con los habitantes de las islas estaban atravesando su mejor momento, tal como lo atestigua el Comodoro Héctor Gilobert, funcionario argentino que sirvió como enlace con los isleños entre 1979 y 1980. En una entrevista posterior a la guerra, manifestó: “…el accionar argentino en beneficio del bienestar de la población se encontraba en el momento de máximo esfuerzo…; la vida de los malvinenses había cambiado…; ahora disfrutaban sin reparos ni desconfianza de los distintos servicios que recibían de la Argentina”. Su traslado a las islas coincidió con la llegada del nuevo gobernador Rex Masterman Hunt, un ex piloto de Spitfire que, luego, ingresó al Civil Service, organismo que se ocupaba de administrar las colonias británicas de ultramar. Sobre la actitud de este funcionario hacia la Argentina, Gilobert afirma lo siguiente: “Se puede asegurar que, por entonces, la actitud y la disposición tanto del gobernador Rex Hunt como de su secretario de gobierno, Dick Baker, eran claramente favorables al incremento de las relaciones con la Argentina. Quizás el gesto más manifiesto de esa política de apertura y de acercamiento se materializó al autorizar la construcción de la nueva residencia para el representante argentino, que, por sus dimensiones y su jerarquía, solo era superada por la residencia del gobernador”.

En tercer lugar, la evidencia sugiere que no había ninguna necesidad política ni militar de resolver el tema Malvinas en 1982. Retrospectivamente, parece claro que ese no era el mejor momento para escalar un conflicto con Gran Bretaña, máxime cuando habían transcurrido 149 años desde el inicio de la disputa, y nada presuponía la existencia de impedimentos para aguardar una oportunidad más favorable.
Anaya, nacido en Bahía Blanca el 27 de septiembre de 1926, debía su carrera militar a su padre, de nacionalidad boliviana. Este se había graduado de médico en la Argentina, donde se especializó en urología. Tras ejercer durante un breve período en la ciudad de Dolores, provincia de Buenos Aires, se radicó definitivamente en la pujante ciudad de Bahía Blanca, que ofrecía mayores posibilidades de progreso y era el centro comercial de la región. Entre sus pacientes y amigos, se encontraba el entonces General Manni, en ese momento a cargo del cuerpo de ejército con asiento en esa ciudad. Fue este amigo de la familia quien le recomendó enviar a su hijo al Liceo Militar General San Martín, un instituto de enseñanza media que gozaba de gran prestigio. Anaya ingresó con la segunda promoción junto a quien en un futuro sería el General Galtieri. Por entonces, con el segundo año aprobado, los cadetes podían ser admitidos en la Escuela de Aviación Militar dependiente del Ejército Argentino sin rendir examen de ingreso, y el joven Anaya deseaba fervientemente ser aviador. No obstante, sus padres se negaron a semejante idea. Solo entonces Anaya fijó su atención en la Marina de Guerra, a la que ingresó el 26 de enero de 1944. Cuatro años más tarde, egresó con honores, en el segundo lugar de su promoción, sobre un total de 87 guardiamarinas, detrás del futuro Vicealmirante Carlos Castro Madero.
Dentro de la fuerza, tenía fama de ser “un hombre reservado, más bien parco, y profundamente dedicado a su profesión”.
Durante su larga y prestigiosa carrera naval, había ejercido el comando de varias unidades de superficie y ocupando puestos operativos de relieve.

También sirvió como agregado naval en el Reino Unido y en Francia, donde luego cursó la Escuela Superior Interfuerzas con sede en París, donde se hizo un ferviente admirador de Charles De Gaulle y donde, seguramente, adquirió su notoria antipatía por Inglaterra.
Se sabe que su tesina de la Escuela de Guerra Naval versaba sobre un plan de operaciones para ocupar las Islas Malvinas (cuyo original ha desaparecido de los archivos de la ESGN).
También sabemos que, durante el año 1977, siendo comandante de la Flota de Mar, preparó un oficio dirigido al Almirante Massera, donde le proponía un plan para tomar las islas Malvinas por la fuerza.
En 1978, dejó la flota para ocupar el cargo de Director General de Personal Naval; en 1980, fue designado Jefe del Estado Mayor General de la Armada (número 2 de la fuerza), lugar que ocupó hasta que Lambruschini, compañero y amigo del Almirante Massera, se retiró y lo eligió su sucesor. Según Lombardo, “posiblemente Massera haya sido un factor importante en esta elección”, pues los dos candidatos naturales a ocupar ese lugar por prestigio y carrera —los Almirantes Edgardo Segura y Humberto Barbuzzi– imprevistamente pidieron el retiro en 1980.
El 11 de septiembre de 1981, Anaya asumió el Comando en Jefe de la Armada y se abocó de inmediato a mover las piezas que le permitirían llevar a la práctica su anhelo personal (no institucional) de toda la vida: recuperar las islas Malvinas.
El Teniente General Roberto Eduardo Viola sucedió al General Videla en la presidencia de la Nación e integró, así, la segunda Junta de Gobierno. El General Leopoldo Fortunato Galtieri ejerció el Comando en Jefe del Ejército desde diciembre de 1979, pese a ser uno de los últimos de su promoción que, inclusive, tuvo que repetir un año en la Escuela Superior de Guerra. Galtieri alcanzó esa alta jerarquía gracias al apoyo de Viola, que lo consideraba –erróneamente- un hombre sin ambiciones políticas.

Aprovechando este voto de confianza de su antiguo jefe y mentor, Galtieri se dedicó de lleno a desmontar sistemáticamente la influencia de Viola en el Ejército y lo logró en apenas dieciséis meses, basándose en los errores políticos de este último durante su breve administración.
Galtieri y Anaya criticaron la inacción y las cavilaciones de Viola, cuya gestión estuvo afectada, además, por una crisis económica regional. No obstante, en ese momento, la crítica situación por la que atravesaba el país era adjudicada a la gestión de Viola, personificada en su criticado ministro de economía, Lorenzo Sigaut. Públicamente se invocaron estas causas para precipitar su alejamiento del poder, pero cuando se le solicitó la renuncia, Viola se opuso. Ello no dejó otra alternativa a la Junta Militar que disponer su relevo el 11 de diciembre alegando “razones de salud”. Galtieri contaba, ahora, con el apoyo de la Marina de Guerra para ejercer la presidencia y retener la jefatura del Ejército.
Algunos autores sostienen que la aceleración del golpe contra Viola sugiere la urgencia de llevar adelante el plan Malvinas que impulsaba Anaya. Este habría convencido a Galtieri que sería el beneficiario político de la operación, lo cual le permitiría acceder a la primera magistratura en el período 1984-1990 ungido por el voto popular.
En sintonía con su plan, nuestro agregado naval en Londres (CN G. Allara) fue instruido para que consultara extraoficialmente al embajador argentino (Carlos Ortiz de Rozas) sobre su parecer en el caso de una recuperación incruenta de las islas Malvinas. Anaya no confiaba en los civiles e intentaba (con la anuencia de Galtieri y de Costa Méndez) removerlo para instalar, en su lugar, al Contraalmirante retirado Rodolfo Luchetta, amigo personal de Anaya, que había servido hacía poco como agregado naval en Londres y conservaba buenos contactos.

Solo desistió de su propósito cuando el canciller le aseguró que Ortiz de Rozas no solo apoyaba la recuperación de las Islas Malvinas, sino también que no habría que temer una reacción militar del Reino Unido, en tanto y en cuanto se evitara derramar sangre inglesa. La intervención personal de Anaya en este momento particular alteró el curso de la política exterior argentina.
La influencia de Anaya sobre el presidente Galtieri fue creciente. Ambos eran amigos, se conocían y se respetaban desde adolescentes. La habitual rivalidad interfuerzas que, hasta entonces había entorpecido notablemente los actos de gobierno, en uno u otro sentido, de pronto desapareció. Esta amistad y esta confianza mutuas tuvieron mucho que ver con el modo en que se desarrollarían los futuros acontecimientos.
En política exterior, la Junta Militar (JM) ahora era asesorada por un civil inteligente y sofisticado, Nicanor Costa Méndez. Un prestigioso abogado con un currículum intachable, que tenía importantes conexiones en el ámbito político y militar, y que ya había ocupado esa cartera durante el gobierno del General Juan Carlos Onganía (1966-1970). Todo sugiere que el Canciller estaba al corriente de las intenciones de la Junta Militar (JM) de recuperar las Islas Malvinas por la fuerza.
Un revelador testimonio del ex canciller del presidente José María Guido, Bonifacio del Carril (1911-1994), dejó al descubierto que el incidente de las Georgias del Sur fue fraguado por la Junta Militar (JM) con el fin de tomar las islas Malvinas y no, a la inversa. Dijo el prestigioso historiador, abogado y amigo íntimo de Costa Méndez: “No tengo anotadas todas las conversaciones, pero el 29 o 30 de marzo, Costa Méndez me informó sobre los cursos de acción que se estaban estudiando frente a la intimación que el gobierno británico había hecho al gobierno argentino para que retirase los chatarreros (de Davidoff, que habían desembarcado en Puerto Leith, Georgias del Sur). Le dije entonces que, a mi juicio, si la decisión de aprovechar el incidente de los chatarreros para tomar Malvinas era definitiva, lo más conveniente para la Argentina era dejar que los ingleses los sacaran por la fuerza. Pues lo importante era contar con un hecho de fuerza ejecutado por los ingleses como acto inicial y no, con una simple amenaza. Le señalé, por otra parte, que la superioridad militar inglesa era abrumadora y que, en el campo económico, Gran Bretaña podría ejercer una fuerte acción contra la Argentina, porque, a pesar de la decadencia del imperio, Inglaterra seguía siendo uno de los principales centros financieros más importantes del mundo. Me dijo que era muy difícil que Inglaterra se decidiera a actuar militarmente por el elevado costo de la operación, que las Fuerzas Armadas tenían todos los planes previstos para neutralizar cualquier intento y que iba a disponer por lo menos de tres semanas antes de que los ingleses llegaran al lugar”.

En efecto, el 20 de marzo de 1982, el gobierno británico despachó el buque polar HMS “Endurance” con un contingente de infantes de marina con el fin de evacuar por la fuerza a los obreros argentinos que habían desembarcado en Puerto Leith. Este fue el momento clave que detonaría el conflicto y que la Junta Militar calificó de “ultimátum” con el objeto de escalar el conflicto y justificar, así, frente a la opinión pública, la planeada recuperación del archipiélago.
Según Anaya “aceptar que evacuaran por la fuerza a los obreros o que se los obligara a reconocer un estatus de extranjero y continuar negociando con Gran Bretaña hacía que la posición argentina en futuras negociaciones perdiera credibilidad y fuerza, así como también debilitaría nuestros reclamos en cuanto a los derechos permanentemente sostenidos por nuestro país. Esto traería una gran pérdida de prestigio al no reaccionar con energía frente a una actitud que afectaba el honor y la dignidad nacionales” (sic).
Nada de ello es cierto. Había otras opciones abiertas a la Junta Militar que eran, en efecto, viables, pero que deliberadamente fueron dejadas de lado, como: a) evacuar los obreros argentinos con un transporte de la Armada, para disminuir la tensión y evitar que Gran Bretaña escalara la disputa; b) no evacuarlos y dejar que Inglaterra ejecutara un acto de fuerza contra nacionales argentinos, extremo que habría podido ser capitalizado en los foros internacionales por la Argentina.
Anaya, propenso a decisiones impulsivas, adoptó un curso de acción consecuente con su plan. Despachó el buque polar ARA Bahía Paraíso que, sugestivamente, tenía a bordo un grupo de 12 comandos anfibios munidos solo de armamento individual al mando del Teniente de Navío Alfredo Astiz, los que fueron desembarcados en puerto Leith la noche del 24 de marzo, con órdenes de evitar el desalojo de los obreros argentinos. La presencia de los buzos tácticos a bordo del ARA “Bahía Paraíso” revela la intencionalidad de la Junta Militar de escalar el conflicto, pues dicho personal no integraba la dotación del buque cuya función prioritaria, en aquella oportunidad, era desembarcar a las familias que invernarían en la base antártica Esperanza y reembarcar al personal del batallón de construcciones que había finalizado el levantamiento de un nuevo edificio para el destacamento naval Orcadas.

En consecuencia, el incidente en Georgias del Sur debió ser superado por la vía diplomática y evitado a toda costa, lo cual era factible y no ofrecía complicaciones que pudiesen afectar el honor y la dignidad nacionales, tal como se pretendió esgrimir con el objeto de adelantar la ejecución de los planes elaborados para el empleo del poder militar. Este adelanto no solo resultó contraproducente en términos de las fuerzas propias, sino que benefició en mayor grado al enemigo.
En ese contexto, la ocupación de las Islas Malvinas con el propósito de encaminar favorablemente las negociaciones concluyó en una escalada militar. Ello demuestra que la Junta Militar no estuvo en condiciones de controlar los acontecimientos ni de medir la probable reacción británica. Este imprevisto escenario, que en alguna medida contó con el apoyo popular, trajo aparejada una serie de medidas irreflexivas y precipitadas que la convirtieron en una aventura militar sin precedentes, sobre todo cuando se hizo efectiva la reacción militar británica y no se tuvieron implementadas las alternativas diplomáticas para neutralizarla.
Mucho se ha especulado en la bibliografía sobre las razones que llevaron a Anaya y a Galtieri a tomar este curso de acción. Es casi innegable, sin embargo que, si el gobierno de Galtieri hubiera gozado de buena salud interna, económica y política, difícilmente habría embarcado al país en esta aventura. El papel (quizá no exclusivo) de la política interna en esta decisión es, así, prácticamente irrefutable, más allá de otras consideraciones que el caso merezca. El gobierno ganó, por un breve período, gran popularidad aparente, como que había hecho suya una causa popular.

El propio Anaya admite que su rol antes, durante y después de la guerra fue esencialmente político y no militar, por lo que fue en esa capacidad que Anaya concluyó que “la agresión británica nos enfrentó con una guerra necesaria para defender nuestros derechos”. Esta apreciación, como quedó demostrado, era incorrecta y subordinaba el futuro del país y de sus FF. AA. a un objetivo político irrealizable, sobre premisas falsas que respondían a una lectura ingenua de la realidad internacional y a un desconocimiento de las capacidades del enemigo.
En efecto, para gran desilusión de los responsables, los Estados Unidos optaron, en la emergencia, por apoyar a su antiguo y sólido aliado, antes que a lo que, desde ese país, se percibía como un régimen militar aventurero y de comportamiento poco previsible.
Evidentemente, la cooperación argentina en América Central no bastaba para alterar un orden de alianzas tradicional.
En este contexto, parece evidente que se produjo una fractura en la cultura institucional de la Armada, pues el Almirante Anaya obró en forma inconsulta, amparado en su condición de miembro de la Junta Militar, dejando de lado el Consejo de Almirantes (órgano de consulta permanente de quien comanda la Fuerza), el Estado Mayor Conjunto y sus almirantes subordinados, quienes no tuvieron injerencia alguna en esa decisión. Las razones de esa anómala conducta, teniendo en cuenta que se iba a comprometer al país en una guerra con la tercera potencia naval del mundo, parecen haber sido tres: a) mantener a rajatabla el secreto de la operación, b) la segura negativa de sus almirantes subordinados a emprender una aventura militar para la cual la Armada no estaba preparada y c) el erróneo asesoramiento de los funcionarios civiles de la Cancillería en el sentido de que no debía temerse una reacción militar británica en el caso de recuperar las islas y que los EE. UU. permanecerían neutrales.

En ese marco, cabe concluir que la intervención de Anaya18 en la decisión de recurrir a la fuerza para solucionar la disputa de soberanía por las Islas Malvinas no resulta consistente con la cultura institucional imperante en la Fuerza en aquel entonces y sugiere que cualquier otro oficial en su misma posición no habría tomado esa decisión (y no la tomaría en el futuro).

(*) Jorge Rafael Bóveda
Es abogado y autor de numerosos trabajos de historia naval argentina.